Mi primera vez
Marsé obró el milagro de convertir en lectores a media docena de muchachos que vivían a mil kilómetros del Guinardó
Cuando muere un escritor que ha sido importante para ti, deja un hueco que ningún otro podrá llenar nunca porque jamás volverás a tener 15 años. Si me disculpan la primera persona, les diré que son los que tenía yo cuando Juan Marsé me hizo lector. Dado que he terminado viviendo de leer y de escribir sobre lo que leo, me parece de justicia reconocer que parte de mi sueldo se lo ha ganado él. Cuando recibió el premio Cervantes, Marsé se dirigió a su agente, Carmen Balcells, con unas palabras de Groucho Marx que lo dicen mejor: “Me has dado tantas alegrías, que tengo ordenado, para cuando me muera, que me incineren y te entreguen el 10 % de mis cenizas”.
En ese mismo discurso dijo también que él no era un intelectual, sino un narrador. Y eso fue lo que lo convirtió en la estrella literaria del verano de 1985 en un pequeño pueblo -20 habitantes hoy- de Las Hurdes, en la provincia de Cáceres. Alguien había descubierto Si te dicen que caí en la edición de Bruguera y el libro pasó de mano en mano entre los jóvenes que se atrevían a ir más allá de los best sellers de Dominique Lapierre y Larry Collins, alimento de sus espíritus junto al fútbol de descampado y el heavy metal en radiocasete Sanyo. Juan Marsé obró el milagro de convertir en lectores a media docena de muchachos que vivían a mil kilómetros del Guinardó, por más que los adolescentes de su novela no se llamaran Julián o Francis, sino Java y Sarnita. ¿Cómo? Contándoles su propia historia de fantasía, callejeo y sexo torpe. Como el propio novelista, todos tenían sus conflictos con la realidad, pero todos eran firmes partidarios del realismo, “el único lugar donde puedes comerte un buen bistec”.
Y así siguieron, enganchados al Mundo Marsé y, de paso, a la literatura. Leyendo todo lo que escribía y fantaseando con la idea de que tenían una relación privilegiada con él, una intimidad familiar con bula para perdonarle que se hubiera presentado al Planeta, aplaudirle que dimitiera como jurado o preocuparse -como por un tío enfermo- las pocas veces que incurría en lo que él mismo llamaba “prosa sonajero”. Para terminar de consolidar aquel parentesco imaginario, su hija Berta empezó a publicar libros en cuyas solapas se presentaba como una del grupo: “Hija de escritor y extremeña”. Uno de aquellos aturdidos jóvenes terminó incluso viviendo un tiempo en Barcelona, a unos pasos de la Plaza Rovira —el lugar donde arranca El embrujo de Shanghai—, asistiendo como cronista a la entrega del Cervantes en Alcalá de Henares y hablando con él para algún reportaje. Nunca se atrevió a decirle que le cambió la vida. Ni que tenía con él una deuda del 10%.