La última entrevista: “Estamos viviendo el fin de la realidad”
José Manuel Caballero Bonald, que superó a sus 93 años el coronavirus, repasa en una charla su vida su obra
José Manuel Caballero Bonald (Jerez, 93 años) pertenece a una generación gloriosa, la del 50, de la que es uno de los supervivientes. Tiene el don de escribir y lo ejerce con una perfección que ha dado de sí obras como la novela Ágata ojo de gato, algunas inolvidables memorias, un ensayo (Examen de ingenios) que reúne, sin paliativos, la visión que le queda del conocimiento directo un centón de los más destacados de sus contemporáneos, y sobre todo su poesía, cuya insobornable estética ha superado, y le ha ganado, a todas las modas. Ha vivido la tentación a la que sucumbieron algunos de sus antepasados, jerezanos o cubanos, que fue la de quedarse acostados viendo el mundo pasar.
A su edad hace tiempo que el premio Cervantes declara que no tiene ganas de nada, pero aun así superó los 90 escribiendo, recibiendo amigos, dando, a su modo, mandobles contra los lugares comunes (de la política, de la literatura) como siempre ha hecho, y ahora también. En este tiempo que él identifica con algo así como “la tercera guerra mundial”, ha tenido incluso la más amarga de las experiencias actuales, la de sufrir el virus. Fue en una clínica de Madrid, adonde había ido por otros padecimientos, pero allí le detectaron el contagio. Fiel a su carácter en el que solo caben algunas cosas importantes (Pepa, su mujer, los nietos, los hijos, Sanlúcar de Barrameda), salió del lance con ese rasguño y con una preocupación de esos días: por qué demonios no funcionan los teléfonos en los hospitales. En su casa de Madrid domina el orden de los libros y un sosiego que la pareja alegra con vino de su tierra y el ejercicio tranquilo de una conversación que ha tenido interlocutores que llenan sus memorias y aquel libro de retratos. Desde hace algún tiempo prefiere recibir por teléfono, y eso tan solo de vez en cuando, pero aceptó un cuestionario (al que se añaden algunas preguntas de uno de sus mejores conocedores, nuestro compañero Javier Rodríguez Marcos) que él respondió a su modo: quitándole importancia a cualquier cosa que dijera. Pero aquí está lo que dijo, sin una palabra de más ni de menos.
Un dios abyecto intenta usurparnos el futuro
Pregunta. Aquí está la primera edición de Vivir para contarlo, de hace 51 años. Este es su primer párrafo, en versos: “En su oscuro principio, desde/ su alucinante estirpe, cifra inicial de Dios,/ alguien, el hombre, espera”. Ahora está el mundo, quizá como siempre, en modo de espera. ¿Cómo se leen ahora esos versos, en este mundo de medio siglo más tarde?
Respuesta. Vaya por delante que yo no sé a quién puede interesar esta entrevista. Yo ya no tengo nada especial que contar. Soy un anciano que dejó de escribir hace tiempo y que además no se interesa ya para nada por la literatura. Ni sé lo que se publica por ahí ni conozco a los nuevos escritores que destacan. En cuanto a esos versos que cita datan de hace sesenta, setenta años, de modo que me quedan muy a trasmano, no tengo la menor idea de cómo respiran.
P. En ese primer poema de su antología más importante dice también: “En tanto el hombre lucha: existe,/ traduce la armonía furtiva del azar,/ bebe en los borbotones de su tiempo,/ hundiéndose en el fango donde habitan/ su linaje, su terrible/ destino de buscador de Dios,/ de elegido que espera,/ ahora,/ todavía,/ encender la ceniza de sus labios”. ¿Reconoce hoy a aquel joven poeta que explica así el papel del hombre?
R. Ni me reconozco ni sé qué ideas movilizan esa poesía. Ya le digo, apenas puedo esbozar una imagen, perfilar al joven que era yo en los años cincuenta. Tampoco llega tan lejos mi memoria.
P. Sobre la escritura misma, en El imposible oficio de escribir, dice: “El imposible oficio de escribir/ aproximadamente/ el plazo del anteayer/ de la vida, y más cuando/ un incierto futuro se interpone/ entre lo miserable y lo opulento,/ me suele contagiar/ de esa amorfa molicie/ que entumece los goznes del recuerdo”… Estamos verdaderamente en “un incierto futuro”. ¿Qué hay en esta época de hoy que quizá entonces le resultara insólito o inesperado?
R. No, no sabría proponer ningún vaticinio, a quién se le ocurre. Estamos viviendo el fin de un tramo de la historia, el fin de la realidad. En adelante habrá nuevos modelos, nuevos vínculos, nuevos hábitos. ¿Cómo vamos a neutralizar los efectos de esa guerra bacteriológica? Como diría un trágico griego, un dios abyecto intenta usurparnos el futuro.
P. Vive en un país difícil, marcado ahora por circunstancias que a veces recuerdan la preguerra y la guerra que se cumplieron en su propia juventud. ¿Cuál es la visión que más le perturba de lo que observa que ocurre en las afueras de su casa?
R. Pues no sé, me veo rodeado de gente absorta y atemorizada que obstaculiza una visión coherente de la realidad, es decir, de las anomalías de la realidad. A lo mejor es que estamos destinados a la condición de a supervivientes.
P. El mundo se halla conmovido por la pandemia más grave que haya sufrido la humanidad en un siglo y pico. ¿Qué inspiran hechos así? ¿Ha sentido miedo, por usted, por el país que habita?
La pandemia viene a ser como la Tercera Guerra Mundial. El enemigo está ahí afuera, sin dar la cara. Y el peor enemigo es el que no se sabe por dónde va a atacar.
R. Por supuesto que yo he vivido, como cada cual, mi particular surtido de sobresaltos: desconcierto, angustia, perplejidad, temor… Tengo la impresión de que una ciudad transitada por peatones recelosos, cada cual con su mascarilla, compone un escenario de teatro del absurdo. Otro ejemplo. Esas playas parceladas y con cita previa remiten sin más a un descalabro general de la vida cotidiana.
P. ¿Cómo siente que se han comportado en este tiempo las instituciones, la gente? Qué le ha llamado la atención de lo que sucede o de lo que se dice? ¿Es reflejo la política de lo que usted pensó algún día que sería este país en tiempos de libertad o democracia?
R. Ya lo habrán comentado por ahí: la pandemia viene a ser en este caso como la Tercera Guerra Mundial. El enemigo está ahí afuera, sin dar la cara. Y el peor enemigo es el que no se sabe por dónde va a atacar. Las consecuencias, a qué repetirlo, son catastróficas: la muerte, la ruina, la descomposición política, la distorsión del sistema de valores… Soy un testigo absorto de todo eso.
P. Le pedí a nuestro compañero Javier Rodríguez Marcos, que tanto lo admira, algunas preguntas. Esta, por ejemplo: ¿qué pensó antes de dormirse en la Jiménez Díaz, cuando fue internado? ¿Y al despertarse al día siguiente?
R. (Un abrazo, Javier). No me acuerdo muy bien, pero es muy posible que pensara que la zozobra no me iba a dejar dormir. Luego, por la mañana, comprobé que sí, que tenía razón. Me pasé una semana hospitalizado por algo que tiene algo que ver con cierto tipo de leucemia crónica. Se conoce que mi nivel de hemoglobina es muy bajo y tuvieron que practicar transfusiones y tratarme con cortisona. Fue una experiencia bastante deprimente. Salí mejorado, pero abatido.
P. Esto pregunta también Javier. ¿La noche era como su poema: “Entra la noche como un trueno/ por los rompientes de la vida,/ recorre salas de hospitales,/ habitaciones de prostíbulos,/ templos, alcobas, celdas, chozos,/ y en los rincones de la boca/ entra también la noche”?
R. Pues ahora que lo dice, si podrían encontrarse vínculos entre el andamiaje verbal de ese poema y el clima hospitalario. Puestos a hilar delgado, esa suposición también vale.
P. En este tiempo hemos despedido a Aute, uno de sus grandes amigos, con el que hizo tantas cosas. Es una noticia principal de este tiempo de despedidas. ¿Qué memoria le dejó? Y, a este propósito, pregunta también Javier, ¿cuál es el mayor genio que ha conocido?
R. Aute fue un amigo muy querido. Estuve muy unido a su vida artística y su trayecto vital. Y en cuanto a la pregunta que me hace Javier: le diré lo más obvio. Conozco a unas pocas personas -pongamos que tres- que, juntas, componen un acabado modelo de genio. Creo que el último genio español fue Ramón y Cajal.
P. Usted ha escrito un centón de retratos de personalidades que han sido, con sus claroscuros, parte importante de sus conocimientos. Esos colegas a los que dedicó Examen de ingenios dan de sí también un retrato de este país. ¿Cuál sería hoy su propio autorretrato?
R. ¿Mi autorretrato? Ya lo intenté alguna vez y me salió muy borroso. Puestos a elegir, diré que soy contradictorio y ambiguo, como todo el mundo. Bueno, también se podría añadir lo que he reiterado más de una vez: que me he sentido siempre como un anarquista con gustos burgueses. Sospecho que la ocurrencia me llega de rebote, pero ahí está.
P. Tiene dicho en Del diario de Kafka, de aquella antología Vivir para contarlo: “Si ahora, de pronto, optase/ por no escribir (o no pudiese) y diera/ el día por perdido, posponiendo/ para quién sabe cuándo,/ y además qué importa,/ la metódica copia de mi agresividad/ contra mí mismo, ¿pensaría/ como Kafka (conocido empleado/ de seguros que esa dudosa obligación/ no cumplida, se me iba a convertir/ de alguna burocrática manera/ en la razón de una desdicha perdurable?” ¿Ve hoy en esos versos, en el conjunto de su obra, incluyendo Ágata ojo de gato, un retrato no solo de su persona sino también de su tiempo y de su oficio? ¿Esa “agresividad contra mí mismo” siguió siendo parte de su manera de verse en el espejo?
R. Ya me gustaría intentar alguna cala, algún sondeo en todo ese atolladero literario, pero me siento incapaz. Yo he escrito miles de páginas, decenas de libros, demasiados libros, pero no sabría aventurar ningún diagnóstico en este sentido. Ya le digo, el hecho de que la literatura no sea ahora mi ocupación, ni siquiera mi vocación, me distancia de esas cuestiones. Veo el conjunto de mi obra literaria como un proyecto que se abre paso entre sombras, penumbras y luces intermitentes. Seguramente ahora me quedaría con dos o tres títulos, los demás no son más que tentativas. La literatura es un ejercicio de construcción verbal que muy pocas veces se consigue resolver. Ahora que cada vez dudo de más cosas, también tengo mis dudas sobre muchas de las páginas que escribí. Por ahí ando.
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