Momias
El arte tiene que convertirse en espectáculo porque mirar y disfrutar de esa mirada ya no basta
Me hacen gracia los infuencers, posando con bolsos caros y diciendo que tienen millones de seguidores, sobre todo porque para seguir a las celebrities en las redes sociales no hay que pagar —o al menos no de forma directa—. Lo que tiene de verdad mérito es el caso de Tutankamón en Londres, para más señas en la Saachi siempre tan hábil programando expos popularsímas: después de siglos —literal— sin perder el glamour sigue citando multitudes dispuestas a visitarle y a pagar casi 30 libras esterlinas por entrar —o 70 si es una familia de cuatro miembros—.
Los tesoros que allí se exhiben —objetos exquisitos— son sin lugar a dudas preciosos y curiosos en algunos casos, sobre todo cuando uno piensa que todo este despliegue artesanal de primera clase es un ajuar funerario. Dicho de otro modo, pensado para ser visto solo por los diseñadores y los enterradores de joven faraón que, como alguien dijo, tuvo como único mérito morirse joven. Todo lo expuesto, casi delicado en su singularidad, parece muy low profile, superdiscreto a diferencia de los bolsazos en las redes. Pero en este mundo que vivimos ya se sabe que no basta con lo exclusivo —en especial si se pagan 35 euros por entrar—, de modo que hay paredes reproducidas de la tumba, películas y mucho ruido visual en general, donde lo falso se mezcla con lo menos falso —como en las redes sociales—. Es una maniobra que no es nueva aquí tampoco, aunque las réplicas de Ifema sean más poca cosa. El arte tiene que convertirse en espectáculo porque mirar y disfrutar de esa mirada ya no basta. Hay que deslumbrar; tienen que pasar cosas —por absurdas que sean— para justificar la entrada. Son las malditas leyes del consumo azuzadas por las redes.
Sucede a menudo con el mundo antiguo, civilizaciones extinguidas que nos atraen porque están extinguidas, pero al tiempo esperamos que vuelvan a la vida, que no sean solo pasado, fijeza; que la cosa se anime con vídeos y con instalaciones que nos permitan entrar y salir de cuadros y tumbas, por ejemplo. Y si es cosa de momias, mejor que mejor. Basta con pasarse por la sala de Museo Británico siempre petada, con adultos y niños luchando por ver a unas momias ni siquiera famosas, cuerpos humanos que deberían dejar de exhibirse, seguramente, por respecto, igual que sucedió con “el negro de Bañolas”.
Además del ambiente discotequero de la exposición de Tutankamón en Londres, el protagonista era ya ganador de partida, en especial por todo el morbo que despierta su supuesta leyenda, desde Howard Carter hasta las víctimas que fue dejando en su camino por la supuesta maldición. Ahora, para que la realidad supere a la ficción, el egiptólogo Carl Nicholas Reeves aduce que los objetos que se pensaron del joven Tutankamón eran en realidad de Nefertiti. La cosa promete.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.