La Nochebuena por adelantado de Miguel Poveda
El cantaor de Badalona culmina en el WiZink la gira de ‘El tiempo pasa volando’ con el concierto más multitudinario de sus 30 años de carrera
Quién se lo iba a decir al niño Miguel, ese que se quedaba escuchando la radio en la clandestinidad de las noches y las sábanas, el badalonés medio andaluz que le birlaba a su padre las casetes de Alan Parsons para grabar por encima las coplas andaluzas que atrapaba en las ondas. Aquel muchachito anda ya por las 46 primaveras, por mucho que su rostro de pillo avispado sugiera bastantes menos, y este lunes protagonizó ante 7.000 almas el concierto más multitudinario en sus 30 años, ya más bien 31, de magisterio flamenco.
Él, que se curtió en los tablaos y los teatros humildes del extrarradio, enfrentándose a un palacio de deportes con nombre de sucursal bancaria. Él, hijo de la inmigración y la valentía esforzada, reinando en el corazón del barrio más adinerado de la capital. Sin margen para la política en su discurso, matizó por lo bajinis, pero comprometido “con la belleza y el compromiso social a través de los poetas”. Y no cualesquiera, porque escoger siempre es posicionarse. Miguel Hernández, Gil de Biedma y, evidentemente, Lorca, al que se refiere como “mi dios” y del que aún ahora, a estas alturas, es capaz de desentrañar nuevas lecturas.
“Parecía un sueño, pero aquí estoy, entre la ilusión y la congoja”, se sinceró Miguel a la media hora de comparecencia, aún aturdido por la perspectiva que se vislumbra desde lo alto del escenario del WiZink. Él, que solo se había encaramado a esas tablas un día que Alejandro Sanz le invitó a una colaboración. Que anheló este momento entre el público, asombrándose con el quehacer de Elton John, Juan Luis Guerra o su largamente admirado Michael Bublé. Noches tan eclécticas como él, como su propia gran noche.
El niño Miguel fue príncipe agitanado, pero ahora ha terminado coronándose entre todos los flamencos del reino gracias precisamente a una mirada sin vetos ni absolutismos, a la perspectiva de quien se sabe diferente y no se acobarda. Su recital de la apoteosis fue flamenco y no lo era, porque Poveda se ha erigido en lenguaje autónomo, en género propio. Y atender a las estrecheces del purismo y los dictados de sus ideólogos produce, en este mundo que nos ha tocado respirar, una profundísima pereza.
Por eso Poveda tira de genio e instinto, lee al Lorca más oscuro (¡esa carta a Regino Sainz de la Maza, por favor!) un suspiro antes de confesarse hijo musical de Los Chichos (homenajeados en alianza con Niña Pastori), Manzanita o Tijeritas, el lumpen de la rumba. Se emociona contemplando de cerca a Sara Baras (sublime), invita a esa flamenca medio rapada y con bajo eléctrico que responde al nombre de La Tremendita y toma de pronto asiento entre la guitarra de Jesús Guerrero y los palmeros para proclamar con sonrisa triunfal: “Ahora estamos en Cádiz”. Miguel, ahí le ven, se retrata sin tapujos. Solo que ese retrato precisa de múltiples puntos de luz.
Se emocionaba el cantaor catalán solo de pensar que en un espacio tantas veces testigo de celebridades internacionales sonarían esta vez seguiriyas, fandangos o soleares. Tardaron en llegar, porque el recorrido discurría antes por su Enlorquecido y por el tramo de las colaboraciones más populares. Sabe manejarse Poveda con la canción, más que nada porque jamás incurre en la ligereza. Por eso parece un aspirante plausible para la gira de El Gusto Es Nuestro cuando Miguel Ríos y Ana Belén se le suman sin previo aviso al público en Donde pongo la vida.
Puede pasar apuros serios con el control de lacrimales si se le abraza Antonio Carmona en aquel verso tan serratiano: “Nos hacen que lloremos cuando nadie nos ve”. Concede Mujer de las mil batallas a Manuel Carrasco, no solo cómplice, sino autor en este pronunciamiento sencillo y hermoso de solidaridad con tantas víctimas de la violencia más repugnante. Y dirime Gracias a la vida junto a Raphael, en un duelo que tenía algo de batalla de gallos: la pareja parecía dilucidar a cuál de los dos le sobraba más el micrófono.
Hubo una cierta desmesura, en fin, en la propuesta de Poveda, dispuesto a concederse y concedernos un festín para cerrar esta gira cumpleañera, El tiempo pasa volando. Como en una metáfora de la Nochebuena con 24 horas de antelación, había demasiada comida en la mesa, por más que fuera de primeros ingredientes; y la nómina de invitados golpeando con los nudillos en la puerta amagaba con hacerse eterna: Israel Fernández, la esta vez muy inspirada India Martínez (Y sin embargo te quiero), el violinista Marino Saiz, incluso Pitingo. Y así durante sus buenas tres horas, ¡y eso que en el último suspiro se cayó Lolita de la lista! Con cuerdas y metales en liza, con los arreglos a veces ampulosos de Joan Albert Amargós. La artillería al completo
Fue un Poveda pletórico y opulento, el Poveda que toca todos los palos y abarca todas las preferencias. Pero lo curioso es que, haciéndolo siempre bonito, cuando de veras conmovió fue al aflamencar Voy a perder la cabeza por tu amor, el clásico de Manuel Alejandro para José Luis Rodríguez, con el único respaldo de dos guitarras y los palmeros. Tras 170 minutos de espectáculo, con la garganta inevitablemente dolorida, ese Poveda que se retuerce y desgañita, que se recrea en la tragedia, sí que resultaba escalofriante de verdad. Y sin tanto aditamento en el menú.
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