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OBITUARIO
Columna
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José Miguel Oviedo, una celebración de la lectura

El ensayista literario peruano, tan vinculado al periodismo como a la academia, fallece a los 85 años

Alonso Cueto
José Miguel Oviedo, en abril de 2006.
José Miguel Oviedo, en abril de 2006. Consuelo Vargas (El Comercio/GDA)

Para José Miguel Oviedo (Lima, 1934), que murió el jueves a los 85 años, el placer de la lectura era inseparable del rigor de la crítica. En muchas entrevistas afirmaba que aún cuando el crítico literario se propusiese ser lo más neutral en sus juicios, siempre partía de una mirada subjetiva sobre el texto. Los libros eran, para él, un compromiso con la vida en todas sus dimensiones. Compañero de carpeta de Mario Vargas Llosa en el colegio La Salle de Lima en 1948, la relación entre ambos siempre se mantuvo.

Fue el mismo Oviedo quien declaró alguna vez que cuando Vargas Llosa estaba pensando en un título para su primera novela, le sugirió La ciudad y los perros. Unos años después, en 1970, Oviedo publicó el primer libro importante sobre la obra de Vargas Llosa: Mario Vargas Llosa. La invención de la realidad. Poco antes había publicado otro ensayo fundador, Genio y figura de Ricardo Palma. Luego seguirían algunos textos clásicos como La niña de Nueva York (sobre la vida amorosa de José Martí, 1990), Breve historia del ensayo hispanoamericano (1991) y la gran Historia de la literatura hispanoamericana que apareció en cuatro tomos en el 2001.

Oviedo pertenecía a la raza de los ensayistas literarios que, como Emir Rodríguez Monegal, tenía lazos con el periodismo y la academia. Su prosa fluida y de frases cortas le permitía tratar los temas más profundos con claridad. Creo que el placer y el interés con el que uno sigue cualquiera de sus textos es que nunca separó la literatura de las experiencias vitales de las que se alimenta. Nunca olvidó que las obras literarias expresan las culturas, las convicciones, pero también las zonas oscuras del inconsciente y que es en ese territorio donde existe la comunicación mas profunda entre un autor y un lector. Escribir ensayos y estudios académicos era para él un ejercicio de la imaginación, un bien común. Pertenecía a la raza de los que aman la literatura por su lenguaje y su capacidad de representación, sin ideologías o moralejas.

Era un escritor y un lector apegado a la diversidad y a los contrastes de la vida. Su educación en el periodismo literario (se inició como crítico del semanario El Dominical del diario El Comercio de Lima), lo educó en el arte de los buenos títulos. Algunos ejemplos aparecen en los capítulos de su Historia de la literatura latinoamericana: El mundo penitencial de Juan Rulfo, La aventura triangular de Cortázar, Octavio Paz o la lucidez ardiente y en el título de su libro de memorias, Una locura razonable. En este volumen de 500 páginas desfilan personajes memorables como Ungaretti y Allen Ginsberg (quien en una ocasión lo llamó “Ovieda, Ovieda”).

Recuerdo especialmente uno de los primeros episodios que cuenta cómo se selló su amistad con Mario Vargas Llosa en el colegio. Oviedo le regaló la foto de una reina de belleza, orlada de un arco iris, con una dedicatoria: “A mi amiguito Mario Vargas Llosa”. Luego ambos colaborarían en una revista escolar llamada Inca. La pasión por el lenguaje hacía de Oviedo un gran narrador oral. Era un contador de chistes en cadena y si ése fuera un género literario, habría ganado varios premios. En una ocasión, en la feria de Guadalajara, lo oí decir que el nacionalismo es una pasión peligrosa y absurda. Agregó que por ejemplo a ningún canadiense, se le ocurre exclamar: “Ay, Toronto. No te rajes”. En esa ocasión hubo algunas risas en el público, aunque otros se sintieron algo ofendidos. También contaba cuáles eran las tres opciones de alguien que se detenía frente a un semáforo en Lima: “Si es verde pasa con cuidado. Si es ámbar pasa con cuidado. Si es rojo, pasa con cuidado”. Repetía también la historia de un hombre que entra a una librería y pregunta si venden algún libro de Ernest Hemingway.

“El viejo y el mar”, le informa el vendedor. La respuesta es contundente: “Prefiero el mar”. Su humor, un modo de relativizar las verdades absolutas, era una forma de su inteligencia. Pero la lectura era una celebración de lo esencial y lo diverso. En una conferencia sobre Esperandoa Godot, después de hacer una serie de interpretaciones fundamentales sobre la obra de Beckett, terminó diciendo: “La he visto veinte veces y si me dicen que la dan esta noche volvería a verla”.

Alumno y amigo suyo de cincuenta años, siempre me pareció que estaba celebrando algo. Allí seguían estando Beckett, Vallejo, Vargas Llosa, Orhan Pamuk (autor que adoraba) y tantos otros.Todos esos son motivos para seguir viviendo, parecía sugerir siempre en sus clases, libros y conferencias. Estas son las razones para seguir charlando, para seguir leyendo, para seguir escribiendo. Es difícil aceptar que ya no estará. Pero sus palabras seguirán celebrando la lectura.

 

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