La energía de un filántropo
Alberto Portera, catedrático de Neurología, y fallecido a los 91 años, era experto en pintura y siempre estuvo rodeado de artistas
Alberto Portera, catedrático de Neurología, nacido en Zaragoza en 1928 y muerto ahora en Madrid, a los 91 años, era como Kim de la India, el amigo de todo el mundo. Psiquiatra, alcanzó los mejores créditos profesionales y académicos. Estuvo al frente de unidades de enorme responsabilidad en hospitales públicos, salvó mentes y cabezas, y nunca se vanaglorió de ello. Aragonés de nacimiento y de vocación, tampoco hizo alarde de ser paisano de ilustres como Goya o Buñuel, pero como ellos fue un genio, para su oficio y para una tarea aun más compleja, la amistad.
De una sola cosa de las que hizo como médico habló con fervor y orgullo, este último una exposición legítima de su logro: salvar a su hijo de un accidente de automóvil. Él contó aquí, en mayo de 2006, aquel hecho que marcó el punto más impresionante de su carrera. “[El chico] Sufrió un accidente al bajar del autobús de la escuela; tenía 12 años, hoy tiene 39. Cayó en la Castellana, en el suelo, golpeado por la puerta delantera de un vehículo que pasaba. Tenía una contusión interna”.
El chico fue un enfermo de la Cruz Roja. Él les dijo a sus colegas que se encargaran de él, “es vuestro enfermo”. Al padre le quedó la tarea de la rehabilitación, en casa; en ese trabajo cooperó toda la familia. “Hicimos todo lo posible porque viviera en un ambiente que él reconociera como el suyo normal, no como si fuera un convaleciente; era una atmósfera armónica, familiar, relajada”. Él se encerró con él, convirtió la tarea de volverlo a la normalidad en un titánico esfuerzo propio. Su recuperación el adolescente la hizo entre pinceles y libros y se hizo pintor. “En su pintura”, decía el padre años después, “se advierte ese optimismo que hubo a su alrededor cuando se recuperaba”.
Portera estuvo siempre rodeado de artistas, como entusiasta, como entendido y también como médico. Estudió en Zaragoza con José Antonio Labordeta y fue amigo y cooperador infatigable de la gente del grupo El Paso. Con todos estos, entre ellos Eduardo Chillida, Palazuela, Martín Chirino y Manolo Millares, tuvo relaciones frecuentes y fraternales. A Millares lo atendió en los momentos más graves de su última enfermedad neurológica, que empezó siendo una depresión. “Él estaba en ese inquietante mundo de la creación artística intentando recobrar la arqueología de la vida y de la cultura. Pero hubo una época en que estuvo tristón. Su mujer, Elvireta, me lo advirtió… Cada día pasaba a verlo a su casa, y le decía que pintara, que eso era lo suyo, ahí era él mismo, y me hizo caso. Hicimos un viaje al románico mozárabe; mejoró, estaba feliz. Pero un día me telefoneó Elvireta: 'Manolo tiene a Coro [su hija de meses] en brazos, se ha caído y está desorientado'. Ingresó, fue operado; pero después de la cirugía la lesión volvió a reaparecer…”.
Atento a todo lo que fuera dolor y propuesta de alivio, recibió en su despacho a Paul Bowles, que, como Millares, estaba tristón, necesitado de que un hombre como él (al que había tratado en Tánger) le levantara el ánimo y le convenciera de que una operación de rodilla no era el último suspiro de la vida… El modo como Portera trató al ya muy frágil autor de El cielo protector era una metáfora de cómo debió tratar a su hijo, a Millares, a todo el que pasó por la inteligencia de sus manos…
Era, además, un hombre generoso, vital, una energía admirable puesta al servicio de la ciencia y de la amistad. Grande de estatura, así lo fue de actitud. La palabra no estaba en el último lugar de sus recursos. Alargó la medicina hasta la fraternidad y se merece ahora no solo la gratitud de aquellos a los que trató sino de la propia ciencia y de la sociedad a la que sirvió como si el tiempo fuera aire.
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