Cuando James Gray se mide con Mozart
El aclamado cineasta estadounidense se estrena en la ópera con una puesta en escena de ‘Las bodas de Figaro’ que asombra por su inesperado clasicismo
“¿Y por qué yo? Yo no sé hacer eso…”. La respuesta de James Gray a quienes le ofrecían dirigir su primera ópera llegó por correo electrónico y fue así de categórica. El director estadounidense, responsable de películas como La noche es nuestra, Two Lovers o la reciente Ad Astra, no tenía ninguna intención de adentrarse en ese terreno. Pese a ser un aficionado del género lírico, el cine era su prioridad. Y la ópera propuesta, Las bodas de Figaro, tampoco le interesaba especialmente. “De Mozart, prefiero Don Giovanni…”, admitía el cineasta el viernes pasado durante un encuentro en París, a pocas horas del estreno de su versión de esa ópera bufa en el Teatro de los Campos Elíseos, donde se representa hasta el 8 de diciembre con todas las entradas agotadas.
Fue la insistencia de los responsables de ese escenario parisiense la que terminó por convencerle. Gray se sumaba así a un surtido grupo de cineastas que han dado al salto a la lírica, en el que figuran nombres tan dispares como Luchino Visconti, Roman Polanski, David Cronenberg, Emir Kusturica, Michael Haneke o Werner Herzog. Tampoco hizo daño, en la empresa de persuadirlo, que esta fastuosa producción contase con un auténtico dream team, encabezado por grandes voces francesas como la soprano Vannina Santoni o el barítono Stéphane Degout. Y, además, el modisto Christian Lacroix haciéndose a cargo del vestuario, un veterano como Santo Loquasto, habitual en las producciones de Broadway, en los decorados, y Bertrand Couderc, colaborador de Patrice Chéreau, al frente de la iluminación.
El estreno del martes pasado se saldó con vítores entusiastas del público. Las primeras críticas han sido, sin embargo, bastante más comedidas. De entrada, por el sorprendente clasicismo que desprende su puesta en escena, que algunos equiparan a un convencionalismo algo polvoriento y perezoso. “Podría haberlos disfrazado de astronautas o plantar un plató de Fox News en medio del decorado, pero hubiera sido una forma de considerarme más importante que la música y el material”, se justifica Gray. “Los directores de cine somos seres narcisistas y grotescos, hasta el punto de creer que nuestras visiones son tan importantes que gente de todo el mundo debe encerrarse en la oscuridad para descubrirlas. Así que, por supuesto, uno quiere ponerle su sello, pero no puede hacer eso. No hay forma posible de mejorar el original. Mi trabajo consistía solo en rendirle homenaje”. El desafío más difícil consistió, según confiesa, en volverse invisible.
Fue el director musical de la obra, Jérémie Rohrer, quien tuvo la idea de hacer la propuesta a Gray, tras haberlo intentado hace años, sin éxito, con otros cineastas como Woody Allen o Arnaud Desplechin. “Los cantantes están acostumbrados a obedecer por contrato al director y situarse en el lugar del escenario que les pide. James les decía otra cosa: “Interprétamelo”. Con él, la realidad cinematográfica se ha infiltrado en el mundo de la ópera, tan repleto de convenciones”, considera Rohrer. En realidad, el cine de Gray está lleno de referencias operísticas, pese a haber descubierto el género relativamente tarde, al quedar fascinado por los preludios de Verdi durante el montaje de su debut, Cuestión de sangre, a mediados de los noventa.
Desde entonces, la ópera ha impregnado casi todas sus películas. En Two Lovers sonaban arias de El elixir de amor o Manon Lescaut. El sueño de Ellis es una adaptación libre e infiel de las tramas de Puccini, según confiesa. Y en su última película, Ad Astra, Gray montó una escena clave con el Parsifal de Wagner como telón de fondo, antes de cortarla en el montaje final. En el fondo, todas sus películas hablan de un tema tan operístico como el destino. “Y, pese a todo, aquí tenía que olvidarme del cine, porque no es el mismo tipo de arte. En la ópera no existen los primeros planos, tienes que trabajar de manera menos íntima”, afirma Gray. Su método de aprendizaje acelerado consistió en ir a ver tantas óperas como pudo. “La mayoría eran muy malas, como sucede también con las películas. Pero eso siempre es de gran ayuda, porque así sabes lo que no debes hacer”.
Durante los ensayos, Gray utilizó documentos algo intempestivos, como vídeos de Donald Trump o del Papa Francisco, para orientar la interpretación de sus admirados protagonistas. Nada de eso salta a la vista en una producción que resulta menos ambiciosa que sus proyectos cinematográficos, pero que no está desprovista de destellos de genio. En especial, en el trabajo con sus intérpretes. A lo largo de las seis semanas de ensayo, Gray asegura haber redescubierto los rudimentos de la dirección de actores. “Cuando les preguntaba de qué trataba una escena, siempre me respondían mal, porque me recitaban el argumento”, recuerda. Decidió entonces transmitirles el método del Actors Studio. “Al conversar sobre la emoción que encapsulaba un momento determinado, su lenguaje corporal cambiaba y se volvía más sutil y más claro. Lo que he hecho de otra manera, respecto a un director de ópera, es hablarles de movimiento cuando ya tenían claro ese sentimiento”, relata Gray.
La habitual adecuación física que une a los cantantes de ópera con sus roles de ficción –el travieso Figaro, la melancólica condesa o su autoritario esposo encuentran dobles perfectos en sus intérpretes– jugó a favor de la identificación absoluta que siempre persigue el director en sus trabajos. “Odio que los intérpretes se vean como seres distintos a sus personajes. No se trata de observar a un personaje diciendo: “Mira a se pobre necio”. Se trata de decir que todos somos igual de idiotas que él. Por eso me gustan películas como Chinatown o ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú: porque nos lo recuerdan”, afirma Gray. “La distancia que puede existir entre un actor y su personaje, o entre un director y su creación, es solo cobardía. El objetivo del arte, si me permiten utilizar esa fea palabra, es mostrar la complejidad y la fealdad que reside en nuestro interior”.
Babelia
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