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Mujeres errantes

La chilena Carla Guelfenbein imagina la vida de cuatro féminas infelices que viven anudando un rosario de anhelos e insatisfacciones

Doris Dana (izquierda) y Gabriela Mistral, en Nueva York en 1954.
Doris Dana (izquierda) y Gabriela Mistral, en Nueva York en 1954.

En el presente ya no podemos separar las narrativas ficcionales de las que se tejen a partir de personajes y experiencias reales sobre las cuales se urde imaginativamente una historia impregnada de hechos y circunstancias que efectivamente ocurrieron. Así procede la escritora chilena Carla Guelfenbein en su más reciente libro, La estación de las mujeres. Bello título que, sin embargo, se contradice con el contenido, y veremos por qué.

La novela está estructurada en torno a cuatro historias y cuatro mujeres cuyas estelas se cruzan: Margarita, casada con un profesor de Barnard College, un hombre enamoradizo que no parece muy cuidadoso de los compromisos conyugales; Doris [Dana], personaje real, el último amor de Gabriela Mistral y quien quedó encargada de la administración de su legado. Conocemos con algo de detalle esta relación gracias a la publicación de Niña errante (Lumen, 2010), el conjunto de cartas cruzadas entre Mistral y Dana desde que se conocen en 1948, precisamente en Barnard College, y hasta 1956, poco antes de la muerte de la escritora. Lo de cruzada, no obstante, es mucho decir. Doscientas treinta y cinco cartas de Mistral contra 15 de Dana. Es decir, es a la intimidad de la premio Nobel a la que accedemos, a los sentimientos que le inspira su inestable compañera de vida. Una historia de amor y desamor, soledad y, sobre todo, de una enorme fragilidad íntima por ambas partes.

Guelfenbein se inspira en lo poco que sabemos de Doris Dana para especular sobre su existencia lejos de Mistral, tomando como eje el año en que se conocieron, 1948, cuando en poco tiempo pasaron de tratarse respetuosamente como maestra y discípula a volcar (Mistral) su inquietud por los silencios y la actitud escurridiza de su amante.

La tercera historia gira en torno a Elizabeth, paradigma de la pobre niña rica, amiga de Doris Dana, también estudiante de Barnard College y quien apareció muerta en una residencia masculina en el campus de la Universidad de Columbia en 1946. Guelfenbein imagina el contexto de aquella muchacha ansiosa por salir de las garras paternas y llevar una vida apasionante, y víctima, finalmente, de una historia de fracaso y desolación.

Por último, Anne, vigilante del edificio donde vive Margarita. Una mujer silenciosa que un día desaparece del mundo. De nuevo la novelista chilena le da profundidad al silencio de Anne, a su extraña desaparición a través de la solitaria Margarita, quien en su deambular sin objetivo ha cruzado algunas frases con ella e imagina lo que ocurrió. Mujeres infelices, pues, que viven en los años cuarenta anudando un rosario de anhelos e insatisfacciones. No se concibe que esta, por aquella, pueda ser la “estación” de las mujeres. En todo caso, será una estación de paso, un mojón más en la larga marcha hacia la autonomía y la libertad de espíritu que poseen las mujeres actuales. No siempre y no en todas partes, lógicamente.

Lo cierto es que intento encontrar la lógica del título y eso tiene que ver con el final de la novela. El cierre de la misma no está a la altura de la ambición inicial, de la fuerza narrativa con que Guelfenbein se imagina un puñado de vidas ancladas en un determinado momento histórico, cuando la confusión no era más que una señal de la honestidad de su búsqueda.

La estación de las mujeres. Carla Guelfenbein. Alfaguara, 2019. 152 páginas. 17,90 euros.

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