Experimentos de dramaturgia abierta al gesto extremo
La chilena Manuela Infante presenta 'Estado vegetal', una pieza que gestó en el Barishnikov Arts Center de Nueva York
Este lunes con la presentación al público veneciano de la Maratón del College de la Bienal de Venecia han concluido los festivales de artes escénicas contemporáneas que desde mediados de junio y bajo las direcciones respectivas de la canadiense Marie Chouinard (Danza) y el italiano Antonio Latella (Teatro), ambos en su tercer año de mandato de los cuatro previstos por el programa establecido, han planteado un panorama prismático y evolucionado donde la franca mezcla de los recursos propios del teatro se articulan con los de la obra coréutica. Los actores dominan cada vez más su cuerpo, se hace muy visible el entrenamiento y la disposición a la expresión corporal estricta, en muchos alentando a la fragmentación del diálogo. Es el caso de la chilena Manuela Infante, una de las figuras que han sido el foco de esta edición. Presentó dos obras, la primera, Estado vegetal, un grito, más que un alegato a la situación global del hombre enfrentado a una naturaleza a la que debe salvar para sobrevivir él mismo. Estado vegetal había pasado ya por Estaña sin demasiada repercusión; estuvo primero en forma de “work in progress” en Santiago de Compostela, en su vanguardista festival, y luego en el Teatro Español, en Madrid. Infante planea volver a la capital española en 2020 para presentar Realismo, muy alabada en toda Latinoamérica y de una fuerte carga ideológica.
El napolitano Pino Carbone ha presentado varios trabajos, pero unánimemente su BarbabluGiuditta ganó la partida. Luca Mancini y Rita Russo representan a los protagonistas, y despliegan todas sus dotes de fuerza escénica en un intenso dúo que habla de la leyenda equiparada al mito (Penélope-Ulises). El grupo Quotidianacom representó en la Sala de Armas del Arsenale una trilogía (Trilogía de lo inexistente, ejercicios de condición humana) bastante repititiva en lo fromal, con chispas de humor socarrón y compromiso moral con nuestra época. Para muchos, tres obras de un mismo creador, con los mismos intérpretes y en un ámbito escenográfico prácticamente idéntico ha resultado excesivo.
El College merece una consideración especial. Se trata de un programa de larga vista y a plazo medio diseñado para atraer a las nuevas generaciones de artistas en la danza, el teatro y la música contemporáneos, facilitar el contacto con maestros y figuras prominentes de sus especialidades y abrir una ventana en lo profesional y lo humanocon potenciales repercusiones en el futuro de esos talentos. El propio presidente de la Bienal, Paolo Baratta, en la entrega del León de Oro a Jens Hillje, el dinámico y muy presente director del Teatro Gorki de Berlín, valoraba muy positivamente este último curso, durante el cual se seleccionó a 123 jóvenes de más de 400 solicitudes. El College no ha hecho más que crecer y anticiparse a tendencias de la didáctica y de la puesta en escena con unos resultados sorprendentes que, al exhibirse, muchas veces compiten en un mismo nivel con las obras del programa festivalero. Jerns Hillje conmovió al auditorio del Teatro Goldoni con su discurso de aceptación del León de Oro, habló alto y claro de la homofobia, los neofascismos, los peligros de una sociedad más autoritaria. Habló del apoyo de los suyos, el papel de la familia, su intensa vida, que parangonó con la del emigrante. Su compañía presentó una versión electrizante y rítmica de Die Hamletmaschine (1977-79), esas mágicas nueve páginas de Heiner Müller que probablemente son las que más juego teatral han dado en los últimos 40 años. Sebastian Nübling reunió en 2016 en el Teatro Gorki a siete de sus miembros en el programa Exile Ensemble, procedentes la mayoría de lugares en guerra, como Siria, Egipto o Afganistán: la primavera árabe se hace presente como una losa de intensidad y tensión.
La sustancia escénica, en la mayoría de las propuestas, sigue siendo fronteriza y compleja, como si no hubiera sitio estético para las ortodoxias que plantea el teatro de texto o las referencias a las obras clásicas que siguen usándose como materia maleable y a disposición de unos directores que asumen en la mayoría de los casos todos los roles posibles que tienen a mano. Esta ambición total no siempre es bien recibida por la crítica y por el propio público enterado. Téngase en cuenta que estos festivales de música, teatro y danza funcionan básicamente como una vitrina profesional. Hay un público veneciano fiel al abono, eso es indiscutible, pero es minoritario con respecto a la masa de personal relativo a las especialidades en liza, un magma de acción creativa donde la disolución fronteriza es un hecho que debe conciliarse con quienes abanderan el papel rector del teatro. Para ello se debe hacer un poco de sucinta historia, y poner de manifiesto que la danza contemporánea de gran nivel apareció en los festivales venecianos adscritos a la Bienal de la mano de Franco Quadri, cuando este dirigía el sector del teatro, con su caso más notorio en las repetidas, exitosas y memorables visitas de Pina Bausch y su conjunto de Wuppertal, que sin duda marcaron un rumbo áulico, superior, no escrito. Pasó lo mismo con Merce Cunningham y antes, entre 1974 y 1976 con Maurice Béjart y las épicas jornadas cuando se levantaba un potente escenario en el centro de la Plaza San Marco: Venecia como referencia no solamente de lo que pasa, sino de lo que pasará o quizás que está sucediendo en paralelo. Es razonable decir que entonces la escala era otra, mayor, con un despliegue festivo más allá del formal, pero dejando una estela de hallazgo artístico de gran calado. Hoy estos festivales cumplen con creces esta función reveladora y analítica.
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