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SILLÓN DE OREJAS
Tribuna
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Algunas distopías y un adiós

Setenta años después de la publicación de '1984', los medios de comunicación estadounidenses siguen preguntándose por la apabullante vigencia de sus profecías políticas

Fotograma de '1984', de Michael Radford.
Fotograma de '1984', de Michael Radford.

1. Orwelliana

Setenta años después de su publicación original, 1984 (Debolsillo), la célebre novela distópica de George Orwell, los medios de comunicación estadounidenses siguen preguntándose por la apabullante vigencia de sus profecías políticas. Sólo que hoy, tras el estrepitoso fracaso del comunismo de inspiración soviética en la mayor parte del planeta y su monstruosa hibridación en China, los analistas sitúan el énfasis no en el totalitarismo de raíz estalinista (omnipresente en 1949), sino en el que se encuentra en la propia deriva de las actuales democracias liberales. La novela, que en 1984 volvió a vender más de cuatro millones de ejemplares en todo el mundo, sigue produciendo ingentes beneficios a sus derechohabientes, el Orwell Estate: aunque en algunos países ya es de dominio público, en el Reino Unido no lo será hasta 2020 y en Estados Unidos hasta 2044, lo que significa que el negocio dista mucho de haberse agotado. Significativamente, los mayores picos de venta del libro en EE UU han tenido lugar, además de en 1984, durante los primeros años setenta —cuando el escándalo Watergate quebró la confianza de millones de los estadounidenses en el sistema— y tras la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, cuando también se produjo, a cuenta del agresivo antifeminismo del presidente, el espec­tacular “redescubrimiento” de El cuento de la criada (Salamandra), la “ficción especu­lativa” de Margaret Atwood. El mundo es ahora más parecido al de 1984: negacionismo, revisionismo y constante reescritura del pasado, control extremo como consensuada contraprestación a cambio de la siempre precaria seguridad, abuso del lenguaje (la neolengua se nos antoja una primitiva manifestación caricaturesca de lo políticamente correcto). El mundo distópico de Winston Smith (tan bien interpretado por el poco expresivo John Hurt en la película de Michael Radford) nos resulta mucho más cercano que el de Rubashov en El cero y el infinito (Debolsillo), de Arthur Koestler (1940), más políticamente marcado por la realidad del estalinismo. Aunque Orwell conocía la novela de Koestler, su más directa inspiración literaria se encuentra en Nosotros (Akal, Cátedra), de Yevgueni Zamiatin (escrita en 1921 y prohibida en la URSS hasta 1988), que el británico leyó en traducción francesa; su narrador, D-503, ciudadano de un “Estado panóptico” —cuyo máximo líder, el Bienhechor, vela y controla todo—, está en el origen del personaje de Winston Smith. En todo caso, sorprende la larguísima progenie de las distopías políticas a partir de los inicios del siglo XX, desde El talón de hierro (1908, Akal), de Jack London, en adelante; entre ellas existen algunas de clara filiación, como Un mundo feliz, de Aldous Huxley (1932; Debolsillo, Cátedra), o la estupenda Los desposeídos, de Ursula K. Le Guin (1974; hoy incomprensiblemente agotada), y otras en las que resulta evidente la veta distópica, como en Invitado a una decapitación, de Vladímir Nabokov (1935-1936; RBA, Espasa), Himno (traducida a veces como¡Vivir!), de Ayn Rand (1938, Grito Sagrado), o La pianola, de Kurt Vonnegut (1952, Hermida). En cuanto a la progenie hispánica de las más célebres distopías, es también muy abundante, y merece otro comentario. En todo caso, entre las mejores de los últimos años, recomiendo, además de la trilogía de Bruna Husky, de Rosa Montero (2011-2018, Seix Barral), Rendición, de Ray Loriga (2018, Alfaguara), y sobre todo El sistema (2016, Seix Barral), de Ricardo Menéndez Salmón. Continuará.

2. Julián

La primera vez que crucé unas palabras con Julián Rodríguez Marcos (JRM) fue a principios de milenio en el caótico despacho que tenía Constantino Bértolo en Debate; y la última fue hace unas semanas en la Feria del Libro de Madrid, en el grupo de casetas que Periférica, la editorial que fundó con Paca Flores en 2006, compartía con los otros socios de Contexto, donde me recomendó —y qué buena recomendación fue— Hiere, negra espina, de Claude Louis-Combet, una novela durísima y hermosa que da bien la medida de su idea de lo que debe ser un catálogo literario y exigente, críticamente atento al mercado (y a las tendencias), pero con suficiente personalidad y audacia como para rastrear obra en sus márgenes. Entre esas dos fechas me encontré con él algunas veces en las que no hablamos demasiado, pero en las que constatamos afinidades literarias, musicales y artísticas (Pedro G. Romero, por ejemplo); así que, más que amigos, supongo que fuimos conocidos empáticos: siempre pensé que la subterránea corriente de simpatía (esas cosas suelen ser recíprocas) que sentía por él y por su obra (me refiero a sus novelas breves y desnudas, a su tarea como editor, a sus recomendaciones gastronómicas y viajeras) tenía algo que ver con que compartíamos primer apellido y bastante sobrepeso llevado con dignidad (él, mucho más joven, podía permitirse vestir siempre de negro). JRM ha sido, junto con Paca Flores, uno de los más importantes editores independientes surgidos en la fecunda cosecha de la primera década de este siglo, cuando la edición tradicional, salvo excepciones, parecía fluir por una senda segura, pescando siempre en los mismos caladeros y poco atenta a las riquísimas charcas que deja el mar junto a las rocas. Audaz y emprendedor, fundó su editorial en Cáceres, demostrando irónicamente —y de qué modo— que había vida editorial en la “periferia”, más allá de Barcelona y Madrid. Y, al mismo tiempo, publicó novelas cortas, desnudas, sintéticas, en las que solo constaba lo esencial (les recomiendo la breve trilogía Lo improbable y otras novelas, Debolsillo). Su muerte, más prematura de lo que es costumbre en la rencorosa Parca, nos golpeó como un mazazo: Gracián escribió que para los viejos (una categoría a la que, ay, me voy acercando) la muerte es llegar a puerto, y para los jóvenes, un naufragio. La muerte de Julián, rebosante de vida y proyectos, nos deja a los que le admirábamos un poco más náufragos.

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