Dramas actuales y bromas de ‘performance’
El tramo final de la Bienal de la Danza navega en un eclecticismo recurrente
Como sus dos platos fuertes de despedida, el festival de danza contemporánea de la Bienal de Venecia 2019 presentó al público Improntus (2004), de Sacha Waltz, y Bunny (2016), de Luke George y Daniel Kok, un alegato de estética y filosofía queer, loa a las prácticas del bondage llevados a una estilización teatral. Waltz pisó sobre seguro con un probado trabajo de su repertorio.
Improntus tiene a su favor la música de Franz Schubert en directo, con la pianista Cristina Marton y la mezzosoprano Judith Simonis. Muy en ese no-estilo de la coreógrafa, donde la identidad es su elusión, una mixtura poco razonable de evoluciones aleatorias, Walz desarrolla todo en el componente sádico de dos planos inclinados, un suelo inestable y comprometido donde los bailarines deambulan en sus imperfecciones, una voluntad escenográfica que ya está en otras obras suyas, porque hay que señalar que la estética se basa en la imperfección de los cuerpos, cierto cultivo del feísmo y del brutalismo, donde las limitaciones alimentan un posible código y unos estímulos muy fuera de cualquier musicalidad convencional. Finalmente, la voluntad del efecto performativo sustituye a los valores coreográficos y su memorización.
Luke George (Australia, 1978) y Daniel Kok (Malasia, 1976) se confabulan y conspiran para armar esa misa pagana de dos horas de duración que se llama Bunny, un himno a las prácticas sexuales del bondage tratadas como un engañoso y humorístico aire de Hansel y Gretel, de festín de los amarres y los cordeles insinuantes. Son las reinas del macramé gay con cuerdas en colores ácidos, vestimentas estrafalarias y humo de un extintor. No se les puede criticar demasiado, pues no es hoy políticamente correcto hacerlo, pero después de una primera hora de invitaciones a la participación hay que preguntarse muchas cosas. El Mundo Today le sacaría mucha punta a esta performance, eso seguro, pues George y Kok no bailan, no cantan, no actúan y solamente la lían a base de involucrar al público en la acción sugerente de otras prácticas subsiguientes que, obviamente, no se ven en el cuadrilátero color turquesa. Después de Venecia, estos aguerridos performers se van al Gender Festival de Bolonia y probablemente allí será su lugar natural de manifestación, no la Bienal de la Danza de Venecia, eso seguro.
La experiencia de la Bienal de Venecia en todos sus festivales, ya sea en cualquiera de los sectores (teatro, música contemporánea o danza) resulta siempre un navegar comparativo sobre sus propias experiencias. Igual que moverse sobre la cartesiana verdad que no se puede volver atrás, cada recapitulación corre el peligro de teñirse de arrogante revisionismo; enmendarle la plana al director artístico precedente es algo que sobrevuela la gestión siempre y es inevitable referirse a la decoración anterior, a cómo colocó y manejó el mobiliario el jefe ya enseguida olvidado.
La comparación con la música contemporánea y hasta con el teatro resulta, en el caso de la danza, de sonrojo inevitable y clama por una inmediata declaración de principios tanto por parte de los creadores como de los analistas, del público fiel (en los teatros de Arsenale solemos ver año tras años filas enteras de las mismas caras, un público culto y objetivo que ve y escucha muchas cosas al cabo del año, cada temporada). No debe ocultarse que los tres años transcurridos de programas ideados por la canadiense Marie Chouinard (Quebec, 1955) han estado matizados de divergencias y de criterios encontrados tanto en la acogida del público como en la valoración de los espectadores. Fiarse de un grupito de aulladores en éxtasis no da la medida real de lo que deja de bueno un espectáculo. Estos gritos de vítores claro que van a tapar la divergencia, pero es una realidad que existe, se palpa y se comenta.
La premiación de Alessandro Sciarroni con el León de Oro fue recibida con estupor, casi como una provocación en medio de una situación de crisis; el prestigioso y ansiado León de Oro es el máximo premio de la Bienal de Venecia, que precedentemente han recibido figuras como Pina Bausch, Merce Cunningham, William Forsythe o Jiri Kilián; cítese para comparar, que en música contemporánea últimamente están entre los premiados Pierre Boulez (2012), Sofia Gubaidulina (2013), Steve Reich (2014) y Georges Aperghis (2015); y en teatro: Luca Ronconi (2012), Romeo Castellucci (2013), Jan Lauwers (2014) y Christoph Marthaler (2015). El discurso de Sciarroni en la ceremonia de entrega del premio puede ser entendido y analizado desde varios puntos de vista, por una parte, calmar los ánimos y por otro, hacerse lugar en un parnaso en el que, a todas luces, se siente a sí mismo instalado, diríase que entronizado. Solo el tiempo podrá dar la razón o no a Chouinard en sus revulsivas decisiones de programación y premiaciones.
La Bienal de la Danza acaba este domingo, 30 de junio, con la creación de Maria Chiara de’Nobili (Nápoles, 1995) y un espectáculo mixto del College Danza, con obras de Adriano Bolognino, Sofia Nappi y Rima Pipoyan producidas por la propia Bienal.
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