Manuel Carrasco se gradúa ante 55.000 personas como nuevo ídolo de masas
El onubense ofrece un concierto con 26 temas solo deslucido por la acústica del Wanda
Un respeto y los debidos honores para Manuel Carrasco. No es solo meritorio, sino heroico, congregar a casi 55.000 almas en el Wanda Metropolitano, una cifra a la que ahora mismo no podrían aspirar en Madrid más de una docena de artistas de todo el mundo. El onubense ha ido consolidando el fervor de modo sigiloso, deshaciéndose primero del estigma original del triunfito y afianzando luego su calidez sureña como baladista y discreto seductor. Y se ha salido con la suya. La noche fue tórrida por gentileza de la meteorología, pero también por la constatación de que Manu ha pasado de artista popular a ídolo de masas.
Prudente, humilde, guapetón. Abonado a la sonrisa. Y dueño de una voz agitanada y con temple. No hay manera, salvo entre los envidiosos, de encontrar a quien le coja tirria al moreno de Isla Cristina. Otra cosa es que su propuesta se aferre en exceso a la música ligera, con mínimas salidas del guion a lo largo de nada menos que ocho álbumes ya. Pero no se le puede negar su habilidad para erigirse en mínimo común denominador de gustos musicales: es muy difícil encontrar un público tan intergeneracional como el de anoche, cimentado no solo en parejitas, sino en pandillas de chavalería, conexiones paternofiliales, señoras y señores.
Carrasco no recurrió siquiera al socorrido recurso de los invitados ilustres para apuntalar su abrumadora fiesta de graduación. Prefirió ser protagonista inequívoco de los 26 temas de la noche, un generoso menú de dos horas y media. Incluso se atrevió a defender piezas en solitario, al piano y con la guitarra. Solo deslució su triunfo la horrenda acústica del estadio atlético, donde la música suena hueca y la voz se dispersa en una reverberación pavorosa. “No se oye, no se oye”, bramaban las gradas justo antes de Mujer de las mil batallas, durante un parlamento de apariencia solemne y contenido efectivamente indescifrable.
Una lástima que los buenos detalles artísticos (de la grata sección de metales para Los primeros días al ingenioso aire americanizante con que ahora suena Que nadie) deban intuirse más que certificarse. Lo único incuestionable es que Manu pisa ya los talones a Pablo Alborán y Alejandro Sanz, otros dos melodistas románticos con ángel y los únicos que esta década le superan aún en la clasificación de discos vendidos. Carrasco tiene la ventaja de que cuando el estadio en pleno lo corea Seven nation army, ese “Lolo lo Lolo Lolo” parece un homenaje nominal.
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