Rusos que van y vienen
El director de orquesta Josep Pons culmina otro maratón sinfónico del Centro Nacional de Difusión Musical con un Stravinski impresionante
El compositor Nikolái Rimski-Kórsakov odiaba el ballet. “Es un arte degenerado”, reconoció por carta al crítico Semyon Kruglikov, en 1900. Y enumeraba, a continuación, las razones por las que jamás escribiría ninguno: es mera imitación, resulta ingenuo y elemental a la par que aburrido, no requiere buena música y, por si fuera poco, se interpreta de manera descuidada. Son los prejuicios que habían provocado la crisis del ballet en Francia, durante la segunda mitad del siglo XIX, a pesar de Coppélia y Sylvia, de Léo Delibes. Pero en la Rusia zarista, el gusto aristocrático por lo lujoso y lo decorativo, no solo habían asegurado la pervivencia de esta herencia francesa, sino también el surgimiento de grandes coreógrafos, como Marius Petipa. Al principio, ningún compositor importante accedió a someterse a la creación de partituras para ballet; eran agua y aceite para quienes aspiraban a la ópera y la sinfonía. Hasta que Chaikovski lo cambió todo, en 1877, con El lago de los cisnes y, después, con La bella durmiente y Cascanueces. En adelante, hasta los principales discípulos de Rimski-Kórsakov, como Glazunov, empezaron a flirtear con el ballet.
Pero hay otra figura crucial en toda esta historia: Serguéi Diáguilev. Un empresario visionario y activista cultural que obró el milagro de convertir el ballet en un laboratorio de innovación artística y musical. Lo hizo en París, a principios del siglo XX, y con una compañía formada por los mejores bailarines del Teatro Mariinski de San Petersburgo que llamó los Ballets Rusos. Primero produjo modernas adaptaciones de escenas operísticas como Danzas Polovtsianas, de Borodin, o de suites sinfónicas, como Shejerezada, de Rimski-Kórsakov. Pero enseguida encargó nuevas partituras al compositor ruso más prometedor del momento: Ígor Stravinski. Así nacieron El pájaro de fuego, Petrushka y La consagración de la primavera, entre 1910 y 1913.
A este fascinante fenómeno de ida y vuelta, en relación con el ballet ruso, ha dedicado el Centro Nacional de Difusión Musical la nueva edición de ¡Solo Música!, el quinto maratón bianual por el “Día de la música” que organizan en el Auditorio Nacional. Lo han titulado ¡Que vienen los rusos!, una exclamación que tuvo que escucharse mucho en París a comienzos del siglo XX. Cinco conciertos en un día, con cinco orquestas sinfónicas residentes en Madrid (Sinfónica, ORCAM, RTVE, ONE y JONDE), programados desde las once de la mañana hasta la medianoche y con un único director sobre el podio: Josep Pons (Puigreig, Barcelona, 1957). Un evento multiforme que combina improvisaciones jazzísticas en el Salón de Tapices con puestos gastronómicos en el foyer de la Sala Sinfónica. No obstante, en esta edición se han echado en falta las programaciones paralelas en la Sala de Cámara, que habrían aportado la misma continuidad que se disfrutó en pasadas ediciones. El público volvió a responder y hasta llenó la cita de las 19:30 con la Orquesta Nacional sobre el escenario. No faltaron las retransmisiones de algunos conciertos en pantalla gigante desde la plaza de Rodolfo y Ernesto Halffter. Y el tradicional fin de fiesta contó con el saludo del director de orquesta desde la balconada de la fachada y los fuegos artificiales acompañados por la música de Händel.
¡SOLO MÚSICA! 2019 ¡QUE VIENEN LOS RUSOS! Obras de Chaikovski, Prokófiev, Shostakóvich, Borodin, Rimski-Kórsakov y Stravinski. Orquesta Sinfónica de Madrid. Orquesta de la Comunidad de Madrid, Orquesta Sinfónica de RTVE, Orquesta Nacional de España, Joven Orquesta Nacional de España.
Dirección: Josep Pons. Auditorio Nacional, 22 de junio
El día comenzó con la Sinfónica de Madrid y un programa excelente, que ponía sobre la mesa los extremos de Chaikovski y Prokófiev con Romeo y Julieta, de Shakespeare, como denominador común. El joven Chaikovski que, siguiendo las indicaciones de Balákirev, se lanzó a poner música a una adaptación sinfónica de la tragedia shakesperiana. Y un maduro Prokófiev de regreso en la Rusia soviética dispuesto a hacer su aportación a la tradición balletística rusa. Pero las cosas no empezaron bien. La fantasía-obertura de Chaikovski se inició desnortada y perezosa, y tampoco se levantó del suelo en los momentos climáticos que sonaron bombásticos. Pons parecía abonado al trazo grueso y la orquesta no se parecía a la refinada formación del sensacional Capriccio, de Strauss, en el Teatro Real. El comienzo de la selección de las suites 1 y 2 de Romeo y Julieta, de Prokófiev, con esa imponente disonancia escalonada, permitió albergar esperanzas que se disiparon pronto, a pesar de algún detalle de clase de la solista de flauta. Una versión ruidosa, sin rumbo ni tensión dramática que, además, nos privó de escuchar el número más bello y desgarrador de la obra: “Romeo ante la tumba de Julieta”.
El segundo concierto, con la Orquesta de la Comunidad de Madrid en el escenario, fue el peor de los cinco. Y no solo por abrir con tres números tocados con aire de pachanga de la Suite de Jazz nº 2 (de la nº 1 no sonó ninguno), de Shostakóvich, entre ellos el famoso vals que Stanley Kubrick incluyó en la banda sonora de Eyes Wide Shut, sino por abordar en la segunda parte una mediocre Shejerezada, de Rimski-Kórsakov, donde se mostraron las evidentes limitaciones tanto de los solistas como de las secciones de la orquesta. Pons seguía más pendiente de marcar que de inspirar. Y las espectaculares Danzas Polovtsianas, del final del segundo acto de la ópera El príncipe Igor, de Borodin, no pasaron de una simple lectura más o menos competente.
La Orquesta Sinfónica de RTVE se subió al escenario a las cinco de la tarde para iniciar el primero de los tres programas Chaikovski-Stravinski, donde se oponían selecciones de las suites de los tres ballets del primero y los referidos títulos iniciales que escribió el segundo para Diáguilev. Pons dejó bien claro aquí que su Chaikovski resulta epidérmico y apenas levanta el vuelo. Y, especialmente, en el vals que sonó cuadriculado y sin fluidez. A pesar de ello, la Orquesta de RTVE tocó francamente bien. La suite de 1945 de El pájaro de fuego es una de las especialidades de Pons, a juzgar por la excelente grabación que hizo para Harmonia Mundi al frente de la Orquesta Ciudad de Granada. Y escuchamos una versión moderada pero sin emoción e intensidad en la Danza infernal.
El director catalán parecía reservarse para los dos conciertos finales. El primero fue con su antigua orquesta, la Nacional de España, de la que es director honorario y que contribuyó, entre 2003 y 2011, a elevar al nivel que disfruta hoy. Pero Chaikovski volvió a ser su punto débil. No encontró el encanto musical que irradian las danzas características, de Cascanueces, como la Danza del Hada de Azúcar, con ese pionero solo para celesta, o la Danza de los mirlitones, con un exquisito trío de flautas, pero tampoco al bellísimo Vals de las flores. Otra cosa fue Petrushka, la partitura más compleja de todos los programas escuchados en este maratón, y un ejemplo admirable del maximalismo musical de Stravinski, esa capacidad para superponer y distorsionar el lenguaje armónico. El inicio fue desigual, pero mejoró. Y, tras el ambiente festivo y funambulista, cobró vida ese triángulo amoroso, adaptado de la commedia dell’arte, donde Petrushka se convierte en un quejumbroso pierrot enamorado de la Bailarina que, a su vez, suspira por una marioneta africana representada por el Moro. La ONE evidenció su calidad y tuvo solos verdaderamente admirables, a destacar el trompeta solista Manuel Blanco que arriesgó y exhibió detalles excepcionales.
Y de riesgo y entrega (la calidad se da por supuesta) va un maratón sinfónico. Lo demostró la Joven Orquesta Nacional de España que convirtió su actuación en lo mejor de todo el día. Una lección y un modelo para todos los conjuntos profesionales que habíamos escuchado. Pons fue capaz, incluso, de reconciliarse con Chaikovski, y dirigir una versión admirable de una amplia selección de la suite de La bella durmiente coronada por el mejor vals escuchado ayer en los cinco conciertos. Pero faltaba lo más destacado: La consagración de la primavera. La obra que protagonizó, en su estreno parisino, en 1913, uno de los escándalos más sonados de la historia, fue ayer el éxito más rotundo. La composición donde Stravinski pone al límite su maximalismo sinfónico, ahora inspirado en el primitivismo ruso. Empezando por el difícil solo de fagot, y terminando por el impresionante crescendo orquestal de la “Danza del sacrificio”, la JONDE brindó una versión brillante y emotiva. Aquí se bailó hasta la muerte, tal y como soñó el compositor. Pons, muy aplaudido durante todo el día, obtuvo, por fin, su mayor ovación. Y parecía poner cara de Diáguilev y esbozar en los labios la frase inmortal que pronunció, tras el escandaloso estreno de la obra: “Esto es exactamente lo que quería”.
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