Los días en que Prince abrazó el pecado
La publicación de ‘Originals’, que recupera 14 de las maquetas que cedió a sus amigas y protegidas, ofrece un atractivo muestrario del oscuro trabajo del artista en su época imperial
Parte de la leyenda de Prince Rogers Nelson (1958-2016) deriva de su estajanovismo. En estudios propios o ajenos, de día o de noche, se esforzaba en grabar nuevas composiciones, muchas veces en solitario (como multiinstrumentista y poseedor de una voz flexible, el resultado final podía dar la sensación de que allí sonaba un grupo completo).
Tanta productividad le llevaría a chocar catastróficamente con su discográfica, Warner Bros Records, pero en los años ochenta tenía una salida: solía ceder canciones a artistas que, generalmente, grababan para Warner o para su sello particular, Paisley Park Records.
Ayer se publicó Originals (Warner), una recopilación de 14 de aquellas maquetas (más una versión ya editada de su mayor éxito en voz ajena, Nothing compares 2 U, inmortalizado por Sinéad O’Connor). Quizás seamos cicateros al llamar “maquetas” a unas grabaciones que podían haber sido publicadas comercialmente (y a veces lo fueron, con pequeños retoques). No eran necesariamente canciones menores; además, permitían a Prince jugar con la fluidez de género, ya que solían ser recreadas por voces femeninas (Sheila E, Jill Jones, Taja Sevelle, Vanity 6, las Bangles, Martika, Apollonia 6).
Antes de que vuelen las hipérboles, debemos recordar que no escasean los precedentes. Cuando los astros descubren el truco, el secreto de hacer canciones y saben que han atrapado el pulso del gusto popular, se dedican a “regalar” temas a otros colegas. Lo hicieron, a mediados de los sesenta, John Lennon y Paul McCartney; a menor escala, fueron imitados por Jagger-Richards, Brian Wilson o Stevie Wonder. Aunque es muy posible que, para Prince, el modelo industrial fuera James Brown: entre la verdadera avalancha de discos que llevaban su nombre en los años sesenta y setenta, el Padrino del Soul sacaba frecuentemente lanzamientos firmados por sus bandas, sus instrumentistas o las cantantes que le acompañaban en sus directos.
Al igual que las producciones de James Brown son inconfundibles, aunque no lleven su voz, estas maquetas de Prince no necesitan un sello de denominación de origen. Abundan las baladas pero domina el techno-funk, con estilemas ochenteros como el solo de saxo nocturno o la guitarra priápica. Hay una temprana (1985) incursión en el rap, con Holly Rock. Entre las anomalías, conviene tomar precauciones con las babas que desprende You’re My Love, un éxito menor para Kenny Rogers en 1986. Más gratamente atípica es Manic Monday, donde las Bangles conectaron con el folk-rock californiano de los sesenta. En la voz de Prince, sorprende su evocación de un sueño lúbrico con Rodolfo Valentino y su fingida queja de haber cedido a una sesión amorosa la noche de un domingo, sabiendo que le esperaba un lunes ajetreado.
El Prince de los ochenta jugaba con la androginia, grabando incluso bajo el alter ego femenino de Camille, acentuando el falsete o tratando la voz con trucos de estudio para dar el pego. El álbum previsto de Camille fue aparcado a última hora, pero aquí hay temas donde se traviste, como Make up, pensado para Vanity 6. Los misterios del sexo le intrigaban: Dear Michaelangelo, que fue grabada por Sheila E, presenta a una campesina que cada verano viaja a Florencia para ofrecerse carnalmente a Miguel Ángel; mientras espera inútilmente que el artista acceda a sus deseos, anuncia que solo se acostará con hombres de su “condición” (homosexual, cabe entender).
Prince jugaba al despiste en los discos que confeccionaba para sus musas. Compartía créditos con ellas o disimulaba su participación bajo seudónimos (Christopher, Joey Coco, Alexander Nevermind). Así podía difuminar sus alardes de amante perfecto bajo himnos al poderío erótico de las mujeres (¡o al revés!). No necesariamente existía un vínculo sexual, pero sí exigencias de controlador total: Prince decidía —o pretendía hacerlo— sobre su aspecto, su vida amorosa y profesional, su consumo de drogas (prohibido, claro, tolerado hasta cierto punto si se trataba de alcohol). No debe extrañar que algunas pupilas se rebelaran, especialmente cuando comprobaron que la varita mágica de Prince ya no funcionaba: según avanzaba la segunda mitad de los ochenta, se evidenció que estaba saturando el mercado para su música; aparte, su compañía, Paisley Park, carecía de potencia promocional.
En su forma actual, con 64 minutos de duración, Originals ofrece un atractivo muestrario del trabajo oscuro de Prince en su época imperial, marcado por su olfato para lo comercial. No estamos, sin embargo, ante el disco definitivo de Prince como productor para otras figuras: ni rastro de sus trabajos para Patti LaBelle, Tevin Campbell, Carmen Electra o Mavis Staples. Puede que no se grabaran maquetas, aunque sabemos que sí existe en un tema tan delicado como Sugar Walls, himno a la vagina interpretado por la escocesa Sheena Easton, ante la consternación del PMRC, la organización censora montada en Washington por Tipper Gore, entonces esposa del vicepresidente Al Gore.
Tipper Gore, que había sido baterista en sus años mozos, se resistió a los encantos de Prince. Para su asombro, el cantante se desplazaría al fundamentalismo bíblico en cuestiones morales, al convertirse en testigo de Jehová a principios del siglo XXI. Podemos suponer que, de seguir vivo, Prince se hubiera negado a publicar esta colección de “canciones pecadoras”.
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