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Un hombre recto, una mujer fuerte, una ciudad podrida

Antonio Ortuño manifiesta su ambición con la poética con la que engarza los diferentes planos de las tres historias de ‘Olinka’

Dos obviedades. Antonio Ortuño (Zapopan, 1976) es un escritor dotado de numerosas cualidades: plasticidad en el lenguaje, metáforas truculentas y exactas (ocultar un cadáver es como “meter un bizcocho entero en la ranura de una tostadora”), humor siempre a mano para explicitar la violencia, profunda empatía por cada uno de los personajes y, finalmente, una singular inteligencia estructural. La segunda obviedad es un tópico que esta vez se cumple: en un gran escritor es reconocible su talento hasta en los patinazos. Porque Olinka, aparente thriller con personajes arquetípicos, es una ambiciosa novela con una capacidad de riesgo que, por momentos, la hace flaquear.

Ambición, primero, por el alcance de sus tramas. Olinka son tres historias bien engarzadas: la de un hombre recto, la de una mujer autónoma y la de una ciudad podrida. Pero además, la ambición de Ortuño es manifiesta por la poética que entreteje estos planos, la fluidez y la demora en las perspectivas de muchos personajes que el narrador se niega a considerar secundarios. Ortuño es fiel a la idea de que cada personaje tiene sus razones y que la manera de sugerir la complejidad del mundo es atender a esos puntos de vista desplazados, aparentemente menores e imprevisibles. No obstante, el lector se decanta por aquellas historias donde vibra algo más que una voluntad de una novela coral.

Volvamos al hombre recto: Aurelio Blanco acaba de salir de la cárcel después de 15 años pagando el pato por encubrir los negocios inmobiliarios de su suegro, Carlos Flores: blanqueo de dinero, usurpación de terrenos, “desapariciones” de vecinos. Blanco es un hombre esencialmente bueno cuya principal virtud es “saber ser obediente”; tanto, que ha permanecido célibe en la cárcel, para cachondeo del personal, por fidelidad a Alicia Flores (aunque su mujer y su hija lo abandonaron tras la condena). Blanco es Job, el santo apaleado, olvidado por su dios, el mundo y sus congéneres, captado en el instante en que calcula su venganza del clan de los Flores. Si otra de las aspiraciones de Olinka es narrar la extrañeza del presente, la extinción de una vieja manera corrupta de hacer las cosas sin que lo nuevo sea una mejora, Blanco, con su ingenuidad de renacido, le permite a Ortuño hacer vibrar todas las cuerdas con un acorde sencillo y emocionante.

La otra historia: la mujer en busca de autonomía. Alicia es quizá el personaje más fuerte de Olinka, la antivíctima, a pesar de una violación y de la constante violencia estructural de una sociedad machista. Alicia es también el personaje más emocionante. Ortuño se desprende de una ironía que le permitía manejarse a la vez dentro y fuera de los personajes. Esta decisión, plausible en cuanto a intención moral, acaba cargando la parte de Alicia con una justificación rememorativa, algo de melodrama.

El tercer plano de Olinka lo ocupa Guadalajara, capital del blanqueo de dinero, que permea y determina las vidas de los personajes. La ciudad en su historia. Y más concretamente un microcosmos que la resume en una ladera de Zapopan: Olinka, moderna utopía “donde artistas, científicos y pensadores gozarían de una absoluta libertad (…) a la mexicana, es decir, subvencionada”. Un pelotazo urbanístico no exento de sarcasmo.

Olinka podía haber sido más en menos: una brillante nouvelle centrada en Aurelio Blanco, el renacido. No todas las historias interesan lo mismo, pero es interesante en sí que ningún “patán” (cito) quede sin su voz; porque incluso con sus traspiés, uno sabe que está leyendo algo poco común.

Olinka. Antonio Ortuño. Seix Barral, 2019. 248 páginas. 18,50 euros.

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