La infancia ambigua
Manuel Jabois narra la vida de un niño en ‘Malaherba’, con una insólita combinación de mirada adulta y recreación fidedigna de una niñez hecha de incertezas y certezas
De la brillantez retórica y la trepidación estilística habitual en sus columnas apenas hay rastro en este libro de voz baja, musitada y sensible. Este Manuel Jabois es otro Manuel Jabois, hecho a la medida de una inspección cuidadosa y sutil de los sentimientos de la infancia. Su voz se funde con el niño de 10 años que la protagoniza, sin incurrir en sensiblería alguna y sin eludir tampoco la duda, la incerteza de casi todo lo que sucede a un niño y en el entorno de un niño.
La novela no empieza bien, como si el autor no se hubiese hecho aún al uso de las elipsis, a la medida de la voz justa de un niño que cuenta su peripecia familiar, escolar y sentimental desde una difusa reclusión culpable: echa mano de sus diarios y de su memoria de un tiempo muy definido y acotado pero a la vez elástico y arborescente. De forma muy rápida, sin embargo, la novela sumerge convincentemente al lector en el runrún reflexivo y observador de un muchacho diferente, algo malaherba, en una condición familiar y doméstica averiada, donde nunca nada está del todo claro porque nunca nada está del todo claro desde la perspectiva de un niño: el padre enfermo y “comunista”, la familia que acoge a los niños en la enfermedad, el mal final de todos en una ciudad gallega poblada de yonquis, jeringuillas y enfermos de sida. La vulnerabilidad de Tambu, sus titubeos y su rebeldía mate están expresados con una formidable instalación en la sensibilidad de ese niño con miedo y una sola fuente de seguridad firme, su hermana Rebe, nada más y nada menos que una muchacha que a los “siete años se convirtió en mis padres, si no lo era ya antes, y cuando creció fue también los padres de mamá y papá”.
Pero el lugar de encuentro del novelista Jabois y el niño es una intersección muy bien fabricada como espacio de lucidez y de ignorancia, de miedo y a la vez de confianza: su amigo Elvis y su homosexualidad furtiva e incierta los conduce a ser novios, o llamarse novios, pero no maricones porque “no sabía exactamente qué significaba la palabra, pero sonaba fatal, y nosotros no estábamos haciendo nada malo para que se nos insultase”. La primera masturbación, las primeras poluciones (teóricamente imposibles, según la madre: otro gran personaje demasiado breve), la primera excitación erótica en la fricción animal de dos niños jugando, frotándose, buscándose entre las tinieblas de una habitación oscura están recreadas con una magistral adivinación retrospectiva de esos sentimientos inasibles y aquellas sensaciones fugitivas pero transcendentales.
Aquí no hay bulling moderno, sino abusones de toda la vida, abusones vejatorios y prepotentes contra el raro, el diferente, sin que Jabois descienda a la pendiente melodramática o al compadreo de la solidaridad fraterna y guay. La novela es profundamente sensible y es a la vez fría, gracias a una insólita combinación de la mirada adulta y la recreación fidedigna de una infancia hecha de incertezas y certezas desigualmente combinadas: “Yo creo que lo que nos pierde es la crueldad, porque malo es imposible no serlo”; por eso seguramente su padre detectó en Tambu un gesto suyo al menos desde los ocho meses, decir “que sí con la cabeza y luego que no y luego que sí”. Esa es buena parte de la madeja de la mala yerba. “Malaherba nunca morre”, repetía mucho el abuelo.
Malaherba. Manuel Jabois. Alfaguara, 2019. 186 páginas. 17,90 euros.
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