Animación delicada y triste
'El pan de la guerra' cuenta la historia de una cría acorralada en el Kabul talibán. Ojalá que tenga larga vida en una cartelera llena
En Las palmeras salvajes, esa novela de Faulkner (¿alguien sigue leyendo a ese escritor tan árido y magistral?) que Borges tradujo al castellano —incluso sugieren algunos eruditos que su versión es excesivamente libre—, un personaje decidía al final que entre la pena y la nada, elegía la pena. Dos opciones muy crudas. Yo siento pena cuando constato la nada. Me ocurre al visitar los cines entre semana, porque no hay ni dios. Solo algunos náufragos de mi edad e incluso más viejos. De lunes a viernes hay salas en las que ya no existe ni la taquilla. Compras la entrada en el bar. Por ello, tengo una sensación alucinógena cuando un lunes, en la primera sesión, constato que hay una fila numerosa esperando su turno en la taquilla. Se me evapora la pena ante la nada. Pero no es un milagro. Simplemente que se celebra la Fiesta del Cine, donde las entradas rebajan su precio hasta los 2, 90 euros. Conclusión esperanzadora: queda mucha gente que prefiere ver el cine en su lugar natural y ancestral. El problema es el dinero. Como siempre. Pero ahora más.
EL PAN DE LA GUERRA
Dirección: Nora Twomey.
Intérpretes: Saara Chaudry, Soma Chhaya, Noorin Gulamgaus, Laara Sadiq.
Animación.
Género: drama. Irlanda, 2018.
Duración: 94 minutos.
Y está claro que la industria sobrevive, o le salen inmejorablemente las cuentas gracias a los cansinos superhéroes, el cine de animación o el viejo y triunfante catálogo de la factoría Disney interpretado ahora por seres de carne y hueso. Sin embargo, se estrenan cantidad de películas. Con vida efímera la mayoría de ellas. O inexistente. Ni siquiera le da tiempo a ser testimonial de cierto tipo de cine. Que le pregunten a los distribuidores que rastreaban incansablemente en el catálogo de los festivales de cine.
El pan de la guerra pertenece al género del dibujo animado. Ojalá que tenga larga vida. Es bonita y sensible. También muy triste. Cómo no serlo al contar la historia de una cría permanentemente acorralada en el Kabul de los talibanes, intolerante y salvaje, sin el menor respeto no ya hacia los disidentes, que tienen que hacerse invisibles, mudos y sordos si no quieren ser exterminados, sino también para los más débiles, los tullidos, las mujeres, niñas a las que destinan marido sin la menor posibilidad de elección. La protagonista, en nombre de la supervivencia y siguiendo la pista de su encarcelado padre, debe disfrazarse de niño y refugiarse ante el horror cotidiano escuchando cuentos y leyendas orales presididos por la lírica, con capacidad para hacer soñar.
La produce el estudio irlandés Cartoon Saloon. Es la primera película que veo de ellos. Me cuentan opiniones fiables que es hermoso todo lo que han hecho, que están especializados en leyendas celtas, que siempre tienen un punto trágico, lo cual es un impedimento para esos éxitos taquilleros que están calculados al milímetro. Y está muy bien que la productora Pixar, tan innovadora en este tipo de cine y frecuentemente genial, arrase comercialmente y contente a los paladares más críticos. Pero no es obligatoria su firma para que el cine de animación, pensando también en un público adulto, mantenga un alto nivel de calidad en Japón, Irlanda, Bélgica o Francia. También en España. Eran tan atractivas como amargas Arrugas y Buñuel en el laberinto de las tortugas. Y la próxima semana llega Toy Story 4. Y los fans de esta impagable saga se relamen anticipadamente.
Babelia
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