Una Bienal de Venecia para descifrar la confusión del presente
La cita de arte abre sus puertas con un diagnóstico sobre los confusos tiempos actuales Reflexiones sobre racismo, migraciones o cambio climático se cuelan en la propuesta
En el Arsenale, antiguo astillero de Venecia, un pecio recuerda en nombre del arte el drama de los refugiados del Mediterráneo. La pieza la firma el suizo-islandés Christoph Büchel, que ha organizado el traslado de los restos del naufragio en 2015 de un barco procedente de Libia en el que viajaban 800 personas, de las que solo sobrevivieron 27. Hubo que sacarlo del Canal de Sicilia, a 370 metros de profundidad. Desde ayer participa en la 58ª Bienal de Venecia, gran encuentro de arte internacional. Una cita que suma el espíritu de los Juegos Olímpicos con el de un parque de atracciones para el mundo (y el mercado) del arte.
Además de para medir la competencia entre 90 países, que acuden (cuatro de ellos por primera vez: Ghana, Madagascar, Malasia y Pakistán) con sus propuestas, la bienal sirve para levantar acta de las tendencias creativas del presente y ofrecer una teoría, urdida por un comisario, sobre el mundo en el que vivimos. El ideólogo este año, Ralph Rugoff, apunta más a lo segundo que a lo primero.
Como es costumbre, Rugoff ha repartido su selección entre dos espacios: el citado Arsenale y el pabellón central de los Giardini. Su propuesta se titula Ojalá vivas tiempos interesantes, esa maldición china apócrifa que los políticos emplean de señuelo cuando las cosas se ponen complicadas, como tras la última Gran Recesión. El comisario había anunciado que este año la bienal prescindiría de tema, pero, tras la primera toma de contacto de ayer parece que Rugoff se ha traído su discurso bastante abrochado.
En las propuestas presentadas en una selección paritaria de 79 artistas (ninguno español) se tocan temas más propios a priori de las portadas de los periódicos que de las paredes de los museos, como las migraciones, las consecuencias de la descolonización, el cambio climático, el racismo en las megalópolis deshumanizadas de Estados Unidos o el resurgir de los muros, que toman las más diversas formas: desde la compacta pieza de la mexicana Teresa Margolles sobre Ciudad Juárez a las paredes deshechas del lituano Augustas Serapinas. Cierto es que entre reflexiones brillantes hay otras, como en el caso del barco hundido, que tontean con esa banalización tan propia del arte actual, en virtud de la cual la estética, que no necesariamente la belleza, diluye las preguntas más acuciantes como un terrón de azúcar en el agua.
Rugoff ha buscado trascender el arte más o menos político al llenar los espacios de ideas rabiosamente contemporáneas, ya sea por la estética, que navega entre lo feo, lo desagradable y lo agresivo, o por las técnicas empleadas: abundan las esculturas imposibles, la música nihilista, la realidad virtual, las torpes recreaciones en tres dimensiones, las imágenes digitales que se pixelan y los videojuegos, que parecen haberse convertido en medio artístico predilecto para retratar la nueva condición poshumana. A ello también contribuye la misma selección de los artistas, que mezcla nombres consagrados con otros prácticamente desconocidos; además, todos están vivos y en activo, con lo que Rugoff, que es director de la Hayward Gallery, templo de la modernidad londinense más à la mode, rompe con una cierta tendencia a la revisión del canon de las últimas bienales.
Pese a que se intercalan oasis de sosiego en los que la protagonista es la pintura tradicional (es un decir), en el recorrido manda la distracción, estado mental ciertamente extendido de nuestra época. Tal vez por eso Rugoff ha optado por reducir el número de artistas y doblar su presencia en uno y otro espacio, como si quisiera contribuir a la capacidad de retención del espectador.
Pabellones de hasta un millón de euros
Los 90 países que acuden a la Bienal de Venecia desembolsan entre 250.000 y un millón de euros de dinero público por montar sus pabellones. Reino Unido, por ejemplo, cuenta con 350.000 euros de aportación estatal, frente a los 400.000 de España o los 580.000 de Dinamarca. A estos fondos oficiales se suman cada vez más las aportaciones privadas. La Bienal es un poderoso imán para marcas de sectores como los relojes, la moda o el café (como la italiana Illy, organizadora del viaje de prensa en el que ha participado este diario).
Tendencia al batiburrillo
El conjunto, que tiende al batiburrillo, arroja un desalentador y algo efectista retrato de esos tiempos interesantes que nos han tocado, donde todo lo que no parecía posible que pasara acaba sucediendo, como comprobamos tras los éxitos de Trump y el Brexit o el ascenso de los nuevos fascismos. Así, en esta Bienal de Venecia, que abre al público sus puertas el sábado hasta el 24 de noviembre, cabe esperar de todo: desde un sofá con forma de polilla, un brazo mecánico que barre una y otra vez los charcos de algo que parece sangre o una moto partida en dos.
Fuera de la parte comisariada, los asistentes a la cita, los primeros del medio millón que se espera, ya habían decidido a última hora de la mañana de ayer cuáles eran los pabellones más buscados antes de que lo haga el jurado que otorga el León de Oro: las colas eran sobrehumanas a las puertas de algunos de los 30 edificios nacionales, diseñados por grandes arquitectos del siglo XX, que conforman el anacrónico espacio de los Giardini. En el de Israel, que toma prestada la apariencia de un ambulatorio, los asistentes comprobaban con desesperación que aún quedaban 200 números por delante en la sala de espera del Hospital de Campo X, obra de Aya Ben Ron. Mientras, las esculturas de Cathy Wilkes, de Reino Unido, competían en expectación con Laure Prouvost, representante de Francia y firme candidata a llevarse el premio.
En el pabellón español, Itziar Okariz, que por la tarde ofreció una performance de irrintzis (gritos tomados de los pastores vascos), proponía una sutil interpretación de la arquitectura del espacio a base de instalaciones que revisaban algunas de sus piezas características, mientras Sergio Prego continuaba con su particular reflexión sobre la escultura vasca en el jardín posterior. Cerca de allí, otro escultor, el veterano Martin Puryear, atendía a los interesados en sus enormes piezas de madera a las puertas del pabellón estadounidense con una hospitalidad propia de otros tiempos.
Tal vez no tan interesantes como los que describe la artista alemana Hito Steyerl en el Arsenale, pero sí menos preocupantes. Steyerl presenta una pieza hecha específicamente para la bienal, titulada This Is The Future, en la que el espectador es invitado a contemplar vídeos submarinos con algas y criaturas de vivos colores desde unas plataformas como las que se instalan cuando sube el agua en la ciudad de los canales. Y de pronto, la Venecia del cambio climático se parece peligrosamente a los restos del naufragio de una civilización con más pasado que porvenir.
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