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Cuando la juventud llama a destiempo

‘El puente de Alexander’, de Willa Carter, narra la atormentada situación de un hombre que ama a dos mujeres

Willa Cather, en New Hampshire en torno a 1923.
Willa Cather, en New Hampshire en torno a 1923.New York Times / GETTY

Esta primera novela de Willa Cather lleva un epílogo que la autora escribió para añadirlo a la reedición de la misma años después de su aparición. Es frecuente que un autor se sienta desanimado al releer una obra primeriza suya; en este caso, y teniendo en cuenta que escribió una obra maestra —Mi Ántonia (Alba, 2.000), tan sólo seis años después—, no es de extrañar que la reedición de El puente de Alexander le hiciera sentirse incómoda. Desde la altura literaria alcanzada por la señora Cather sí que hay una razón para su incomodidad porque —ella misma lo señala en su segundo comentario— se advierte en seguida la influencia de Henry James y de Edith Wharton, dos paradigmas ineludibles en aquellos momentos, pero, aparte de que las influencias están para eso, para hacer arrancar un camino literario, conviene advertir que la escritura de Cather es ya de una calidad excelente, tanto en las descripciones de ambiente como en los detalles que significan a los personajes; la sugerencia, la sutileza y el misterio de sus admirados James y Wharton están asimilándose ya. El meollo de la incomodidad de la autora no es tanto el estilo como el asunto de la novela propiamente dicho porque, como ella misma señala, no es un asunto suyo sino impostado. Cuando la señora Cather debe decidir su futuro literario elige pronto el mundo bien distinto en el que desarrollará sus obras, un mundo de pioneros, desde el mencionado Mi Ántonia hasta Una dama extraviada (Alba) o La muerte llama al arzobispo (Cátedra), entre otras. A El puente… sólo le falta un punto de convicción y algún exceso propio de quien no pisa su propio terreno.

El nudo de El puente de Alexander es la atormentada relación de un hombre consigo mismo respecto a dos mujeres: de un lado, Winifred, su esposa y madre de sus hijos —una relación prendida en la naturaleza moral que une a ambos y que sustenta en un amor firme—; del otro lado, Hilda Burgoyne, una actriz inglesa de talento, por la que se siente irresistiblemente atraído. Ama a dos mujeres que poseen una alta calidad humana. Lo que atormenta a Alexander es que la segunda representa la llamada emocional de una reactivación de la juventud ya pasada, pero su dilema es que no quiere tener que elegir entre la firmeza moral consciente y conjuntamente construida de su hogar y la energía de la juventud que lo llama a destiempo. Si añadimos la noble y dramática lucha por hacer casar las dos opciones, excluyentes en la medida en que cualquiera de las dos hiere de modo indeseado a la otra, ya tenemos, con la ayuda de una escritura tan precisa como elegante, la sugerente sombra de James encima de la novela.

Alexander, un renombrado constructor de puentes, está edificando el más arriesgado de todos por su extensión. Le avisan de un inminente desastre posible y acude presuroso. En la descripción de la tensión que los cables del puente no pueden soportar, el drama moral de Alexander se manifiesta. Lo que era imposible salta en pedazos, como el propio Alexander. Tras el desastre, el dolor empieza a refluir lentamente. Una primera novela brillante y muy atractiva de una de las grandes escritoras norteamericanas del siglo XX.

El puente de Alexander. Willa Cather. Traducción de Miguel Temprano. Alba Editorial, 2019. 120 páginas. 14 euros.

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