La feminista renegada
Una nueva biografía de la periodista y 'groupie' Germaine Greer retrata una vida turbulenta
Dicen que, a principios de los años sesenta, Australia era un país provinciano, reprimido, conservador. Tanto que muchos de sus jóvenes talentos, se subían al barco (no cualquiera viajaba en avión) y escapaban hacia Nueva York o Londres. Y no pienso exclusivamente en The Bee Gees o The Easybeats. Hablo de artistas como Martin Sharp (colaborador de Cream) y escritores del calibre de Robert Hughes (el más formidable —y sensato— crítico de arte), Lilian Roxon (autora de la primera enciclopedia del rock), Richard Neville (fundador de la revista Oz) o Germaine Greer (disidente de la llamada “segunda ola del feminismo”).
De esa tropa, Greer es, a sus 80 años, la única superviviente. Y también resulta una figura inaprensible, tanto por sus virajes ideológicos como por las feroces restricciones impuestas a los que aspiraban a escribir su biografía. Pero en 2013 vendió su archivo a la Universidad de Melbourne, donde cualquiera puede consultarlo.
Por esa rendija se ha colado Elizabeth Kleinhenz, una investigadora australiana que acaba de publicar Germaine (Scribe Publications). Seguramente no será la biografía definitiva —demasiado pavor al personaje— pero sí ofrece una visión panorámica de una trayectoria resbaladiza. Estamos ante alguien con capacidad para desarrollar una doble, triple existencia. A finales de los sesenta, era una laboriosa académica en la Universidad de Warwick, mientras que actuaba en un programa humorístico en TV y, en los medios underground, presumía de groupie.
Disculparan mi interés por esta última faceta. En realidad, uno sospecha que era groupie de boquilla. Aunque sexualmente muy activa, su única relación conocida dentro del rock fue con Tony Gourvish, manager de Family, el grupo de Leicester (y terminó mal, cuando Greer entendió que abusaba de su hospitalidad). Puede que sus antiguos compañeros de cama extremen la prudencia: en 2000, cuando John Peel alardeó de un escarceo con ella, respondió con una historia de enfermedades venéreas que ciertamente no dejaba en buen lugar al famoso locutor.
Admiraba, eso sí, la preparación de los músicos para la vida promiscua. Según ella, iban de gira con un surtido de antibióticos para enfrentarse a determinadas infecciones. Y tenían conocimientos prácticos. En 1976, coincidió en Los Ángeles con Frank Zappa. Estaba horrorizada: acababa de descubrir que tenía ladillas. Ningún problema, respondió el guitarrista: acudieron a una farmacia, donde Zappa pidió a gritos el remedio (“¡Loción azul!”) que resolvió el problema.
En su terreno, en televisión o en debates públicos, la autora de La mujer eunuco demostró ser una adversaria correosa. Humilló tanto al orgullosamente machista Norman Mailer como a luminarias de la liberación femenina tipo Betty Friedan o Jill Johnston. Sus hermanas de militancia se quedaban noqueadas ante sus cabriolas. Patrocinó una estridente revista pornográfica llamada Suck, apoyaba la mutilación genital, rechazaba los tratamientos médicos contra la menopausia, se opuso al ingreso de una transgénero en el cuerpo docente de un colegio femenino de Cambridge. Y antes de que saquen el hacha e incendien la sección de comentarios, sugiero examinar sus argumentos: así, en el último caso, se atenía estrictamente a los estatutos. Puede que Greer cayera en ese automatismo que consiste en llevar la contraria, aunque generalmente hacía gala de rigor intelectual. Patinó muchas veces —su desdichado paso por el Gran Hermano británico— pero se levantaba con gesto altivo. Siempre.
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