El tapiz de Dios
La responsabilidad de definir e interpretar el tiempo ha pasado de los físicos a los artistas, en un mundo en que la lógica y la realidad están bajo sospecha
Una de las pocas ventajas del arte actual es que puede ser aún más fantástico que el mundo de Einstein. La forma de locura que adquiere el tiempo y el espacio sería una instalación artística, por ejemplo, una sala inmensa totalmente a oscuras con millones de relojes alineados en apariencia exactos y donde el espectador pudiera percibir que los más alejados marchan más lentamente comparados con los más cercanos, hasta que se parasen completamente a una distancia, según los cálculos de las leyes físicas, de un cuarto de la circunferencia del universo. Para el visitante de esta sala de turbinas ideal, aquel territorio inaprensible sería el lugar donde nunca se hace nada (Bertrand Russell lo llamó “tierra de loto”), y por tanto fantaseable, a pesar de que ninguna onda luminosa podría atravesar el límite. El artista suficientemente bueno sería capaz de representar ese lugar con sus habitantes, que vivirían una vida atolondrada, aunque su apariencia es en verdad la de estar encerrados en un diorama, disecados, como esas figuras de los museos de Historia Natural. En nuestro hipotético museo, el tiempo sería ruidoso y ruinoso, pero tranquilos, porque el planeta Tierra es un reloj en sí mismo donde todo es susceptible de ser fechado, desde un eclipse de sol visible en Mongolia hasta la distancia entre dos cuerpos celestes en un momento dado de Greenwich.
El tiempo cósmico y el artístico tienen en común que no están garantizados. Pero cada uno posee su propio latido y textura, que en el primer caso depende de los sucesos de su vecindad y en el segundo de la experiencia del artista/espectador. El arte trata de lo que pasa entremedio, de cualquier fenómeno periódico regular asumido como conciencia de un tiempo propio, por ejemplo, el bodegón con la imagen de un conejo en proceso de fermentación en el vídeo de Sam Taylor-Wood A Little Death (4’ 33’’, 2002).
El tiempo cósmico y el artístico tienen en común que no están garantizados. Pero cada uno contiene su latido y textura
Tomás de Aquino escribió perspicazmente que “Dios ve el tiempo como un tapiz”. Y Christian Marclay dice sobre su exitosa videoinstalación The Clock (2010) que ha conseguido crear un “bucle perfecto”. Pero ya ha quedado claro que el dios Cronos es además de voraz, caprichoso, y que el tiempo es un único suceso que ocurre permanentemente. Ver una película de 24 horas construida con secuencias de filmes donde aparecen relojes cuya hora encaja con el tiempo “real” es posible e imposible a la vez, como querer dar la vuelta al mundo para encontrar su fin, porque sabemos que la Tierra es una esfera finita. De manera que para conseguir una visión olímpica digna de un cuento de Borges deberíamos poder visionar The Clock simultáneamente en los diferentes museos donde están depositadas las cinco copias, mientras la Tierra completa su rotación de 23 horas y 56 minutos. ¿Qué hacemos con esos cuatro minutos que nos sobran? Sabemos que para redondear su bucle, Marclay vendió las cinco versiones de su película solo con la condición de que no se pudiera ver en dos sitios a la vez, y suponemos que tampoco en los dos días de cambio de hora cada año.
En un mundo en el que los sucesos no son un objeto, los humanos hemos creado lenguas y lenguajes donde preguntas como “qué es el tiempo” puedan responderse. Cuando Marina Abramovic tituló su performance de 700 horas The Artist is Present (2010), donde se la ve sentada, inmóvil, frente a una persona del público durante las horas que está abierto el museo, se refería no sólo al tiempo presente en que estaba ocurriendo la obra, también a cuando la obra se interrumpe o al momento en que volverá a ocurrir. No necesitamos cambiar el “está” por el “estuvo” o “estará”, ya que el título indica una propiedad atemporal. O no. El mismo sentido del tiempo aparece en otro ejercicio más de egocentrismo, la crónica vital en forma de ópera Vida y muerte de Marina Abramovic (2012), donde la artista serbia repasó su vida y adelantó cómo quería que fuera su funeral, que incluiría tres copias exactas de sí mima.
El artista cubano-estadounidense Félix González-Torres alude a un tiempo romántico en Untitled (Perfect Lovers, 1991) con la metáfora de dos relojes marcando la misma hora, los corazones de dos amantes latiendo con el mismo tictac que solo puede terminar con la muerte de uno de ellos. En Silla ZAJ (1973), Esther Ferrer propone que nos sentemos “hasta que la muerte nos separe” en lo que es un “elemento antropológico” muy presente en nuestras vidas pero que acabamos abandonando cerca de un container (fue en la basura donde precisamente la halló la artista donostirarra). Para Joseph Kosuth, el tiempo es concepto, objeto e imagen (Clock. One and Five, 1965), lo contrario que para el fotógrafo Nicholas Nixon, cuando retrata a las hermanas Brown durante treinta y cinco años como ángeles viviendo en la tierra de loto. En la partitura 4’33’’ (1952), de John Cage, el tiempo es el de cualquier fragmento de la vida cotidiana. Cuatro minutos treinta y tres segundos es el tiempo de degradación del conejo del famoso vídeo, pero también el de los sonidos y ruidos que solapan sus silencios. Todo cambia, siempre. Pero solo Dios ve el dibujo en el tapiz.
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