La eterna soledad de la reina Dido
Sasha Waltz se estrena como codirectora del Ballet Estatal de Berlín en el Teatro Real con 'Dido y Eneas'
La producción escénica de Dido y Eneas que ahora vemos en el escenario del Teatro Real es de 2005, y su coreógrafa Sasha Waltz (Karlsruhe, 1963) se ha esforzado muchísimo en mantenerla viva y en activo, presente en la programación. Waltz, actualmente codirectora –junto a Johannes Ohman– del Ballet Estatal de Berlín, donde han sustituido a Nacho Duato tras su anticipada recesión de contrato este mismo año, es una creadora de éxito consolidado y con un fluctuante estilo que despliega sobre todo con su conjunto personal, que es el que ha traído a Madrid.
Otra cosa, en cuanto estilística y formatos, es cuando trabaja con un ensemble institucional de una casa de Ópera, como el Romeo y Julieta (Berlioz, 2007) de París, el Tannhäuser (Wagner, 2014) en la Staatsoper de Berlín o La consagración de la primavera para el Ballet del Teatro Mariinski de San Petersburgo (Stravinski, 2013). Dido y Eneas tuvo su estreno también en la casa berlinesa. Tampoco es que encontremos un definido idioma personal en esta coreógrafa, pero sus a veces extravagantes ideas le han granjeado premios y fama; reiteradamente usa tanto del movimiento naturalista y deconstruido como de frecuentes incursiones en la anti-danza. No hay en ella un gusto por el orden reglado sino que escora hacia el caos dispersivo, casi hasta rozar un juego con infantilismos. No olvidemos que Waltz presenta Dido y Eneas como lo que en tiempos de Petipa e Ivanov se dio en llamar festivamente “ballet anacreóntico”, o casi: un spectacle d’apparat en toda regla (pecera, bailarines voladores, fuego, trampillas mágicas, trasiego por la platea).
Pisando con mucha precisión sobre las huellas de Pina Bausch, Waltz propone que cantantes y bailarines interactúen, doblando los personajes y sometiendo a todos a una disciplina corporal compleja. Los cantantes han dado una lección de entrega y voluntad interpretativa notable, y dejan mucha mejor impresión que la heterogeneidad de la plantilla de bailarines, dispares en sus prestaciones y en calidad. Esta estructura escénica de representación, en ballet, viene de lejos, pero ciñámonos al devenir contemporáneo. Está muy claro y dicho que Bausch toma el formato de Antony Tudor en Dark elegies (Londres, 1937 primero y en 1940, Nueva York), donde la cantante de las Kindertotenlieder (Mahler) es subida por Tudor a interactuar con los danzantes.
Pina Bausch, en su estadía en Nueva York, tuvo como principal mentor coreográfico al más que borde y dictatorial Tudor (siempre le decía a la bailarina de Solingen que tenía los pies demasiado grandes para calzarse las zapatillas de punta y tener una bella línea, a lo que su maestro de clase diaria, Corvino, le decía que no hiciera caso). Luego Pina, ya recién llegada a Wuppertal, puso la fórmula en 1975 a dos óperas de Gluck: Ifigenia en Taúride y Orfeo y Eurídice, que aún están, afortunadamente, en el repertorio del Ballet de la Ópera de París y que es muy evidente que Sasha ha visto, revisto y estudiado a fondo. Sin embargo Waltz, en su etapa neoyorkina de poco más de un año, estuvo en manos de los retales tardíos de la posmodernidad: Yoshiko Chuma y su estatismo objetual, el trabajo de suelo de David Zambrano, Lisa Kraus: una discípula de Trisha Brown interesada en la descripción literaria del proceso coréutico. De aquel fragmentado y babélico bombardeo estético, esto que vemos hoy.
El argumento tan virgiliano como ovidiano de Didone abbandonata (no olvidemos que este lío de Dido y Eneas es invención proto-romana) recorre el ballet desde fines del XVII y adquiere como libreto categoría clásica con Metastasio. El ballet que mejor ha llegado a nosotros es el de Gasparo Angiolini (1766), tras el soberbio trabajo musicológico y reconstructor de Lorenzo Tozzi; y el caso es que Dido (y su adiós a la vida) siguen siendo golosa materia escénica. El propio Metastasio elogió la síntesis bailada de Angiolini con la heroína triste de Cartago.
La puesta de escena de Sacha Waltz comienza con un prólogo donde una piscina de cristal es el “Gran Mar” por donde van y vienen los mitos homéricos y los héroes troyanos. La idea no es precisamente original, pero funciona adecuadamente. Después los dos actos ponen en bandeja el drama discurriendo sobre una música excepcional interpretada y dirigida con mucho esmero, pero con un vestuario desconcertante (cuando hay una excursión al bosque con evocación de Diana cazadora, algunas bailarinas llevan trajes de estampado de cebra y jirafa) a medio camino entre la baratija y el mercadillo. En el segundo acto, las brujas mercuriales señalan una ruta falsa y Dido se deja morir.
Babelia
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