Los campos del horror
Franco desplegó una heterogénea red de centros en los que concentró a cientos de miles de prisioneros de la guerra
LOS 294 CAMPOS DE CONCENTRACIÓN DE LA REPRESIÓN FRANQUISTA
De 1936 a 1947
"Organizarán los campos de concentración con los elementos perturbadores, que emplearán en trabajos públicos, separados de la población". Esta fue la orden enviada por Franco a sus generales el 20 de julio de 1936, solo dos días después de la sublevación militar. Era el inicio de un plan represivo y controlador de los que iban a convertirse en derrotados. "La represión es el capítulo más estudiado hoy por los historiadores", asegura Ángel Viñas, catedrático emérito de la Universidad Complutense de Madrid, especializado en el conflicto español y el franquismo. Ejemplo de este interés es la reciente aparición de Los campos de concentración de Franco, del periodista Carlos Hernández de Miguel (Ediciones B), que aborda una cuestión en la que fue pionero, en 2005, el libro Cautivos, de Javier Rodrigo (Crítica). "Ha sido una cuestión oculta tradicionalmente", continúa Viñas.
Cientos de miles de personas padecieron en sus carnes, durante la contienda y tras esta, la terrible vida en un campo de concentración. "Lo de la latita de sardinas y la falta de agua fue continuo. En Miranda [de Ebro] dormíamos en el puñetero suelo, en el barro", contaba el militante anarquista Félix Padín en Cautivos. "Fueron espacios en los que se interna, clasifica y reeduca a prisioneros de guerra", dice Rodrigo, doctor en Historia Contemporánea. No obstante, la organización de este mastodonte se caracteriza por la improvisación. "Lo de la eficiencia de los sublevados es un mito", señala.
Los campos empezaron "de manera irregular, entre noviembre y diciembre de 1936, porque fracasa el golpe y aumentan, sobre todo, tras la campaña del Norte, en marzo de 1937, cuando se toma a 90.000 prisioneros; solo en Santander, 30.000", continúa este historiador, que cifra en 190 el número de centros, por los que pasaron "entre 350.000 y 500.000 presos". Hernández, en su libro, ha aumentado ambas cifras: 294 campos y entre 700.000 y casi un millón de presos. "Me he ceñido a aquellos que el propio régimen franquista cataloga así". En cualquier caso, la proliferación llevó a Franco a intentar poner orden con la creación, en el verano de 1937, de la Inspección de Campos de Concentración de Prisioneros (ICCP), organismo que no desaparece hasta 1942.
Una característica distintiva de los campos del franquismo fue que "los presos son considerados como delincuentes y pierden la condición de prisioneros de guerra", subraya Gutmaro Gómez Bravo, doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Complutense de Madrid. "No habían sido acusados de nada ni habían sido condenados", añade Hernández. Aparte estaban los que directamente fueron fusilados o encarcelados. La obsesión de las autoridades era clasificar el aluvión de reos para decidir qué hacer con ellos. Los que se consideraba que podían ser afectos al nuevo régimen "eran enviados de inmediato al frente; los desafectos, a la justicia militar, y sobre los que había dudas, al circuito del trabajo forzoso hasta su liberación", según Rodrigo.
Para tomar una resolución se pedían informes a los Ayuntamientos de las localidades natales de los presos. "Lo que dijesen el cura, el alcalde, el jefe de Falange y el jefe de la Guardia Civil suponía el pasaporte a la vida, la muerte o los trabajos forzados", agrega Hernández, que para su libro pudo hablar con media docena de supervivientes. "Han sido muy importantes las memorias, manuscritos y notas que muchos dejaron a sus seres queridos".
El día a día constaba de madrugones a golpes y gritos, formación, saludos y cantos fascistas, despiojarse en los ratos de ocio, mucha hambre y aguantar el frío o calor. "No había un particular deseo de tratar bien a los prisioneros, aunque tampoco había un plan de exterminio, porque les interesaba reutilizarlos para su Ejército", explica Rodrigo, para quien los paradigmas del terror fueron San Juan de Mozarrifar, en Zaragoza; Miranda de Ebro y San Pedro de Cardeña (Burgos), Celanova (Ourense) y Santoña (Cantabria). Fuera de las fronteras españolas únicamente hubo una cierta reacción por parte del Vaticano "para que no se cometieran excesos", señala Gómez Bravo, "porque el temor era que cayeran en manos de Falange". De puertas adentro, solo se puso algo más de cuidado, de cara a la galería, "tras la derrota nazi de Stalingrado", por el miedo a que la derrota de Hitler arrastrara a Franco.
Los tipos de espacios concentracionarios atendieron a la evolución del conflicto. Rodrigo destaca un bloque "desde la ofensiva del Norte a la batalla de Teruel, otro hasta la batalla del Ebro y el de la ofensiva final, cuando se hicieron unos 140.000 prisioneros en Madrid, Castilla-La Mancha y Valencia". En esta última región se produce lo que Gómez Bravo describe como "un colapso monumental". Al general Varela "le piden que ocupe Valencia y prepare alambradas para 25.000 personas; él responde que no tiene material para tantos, y cuando llega el momento se encuentra que son 100.000".
Acabada la guerra, también ingresan en los campos "los que habían entrado en España desde Europa, refugiados y evadidos, por la guerra mundial", apunta Rodrigo, que lanzará el 30 de abril, junto con David Alegre, Comunidades rotas. Una historia global de las guerras civiles, 1917-2017 (Galaxia Gutenberg). El último campo que cerró oficialmente fue el de Miranda de Ebro, en 1947. Han pasado 80 años del parte que anunciaba el fin de la guerra y apenas hay placas en esos lugares, ni musealización alguna, que recuerden lo que ocurrió en aquellos recintos del extremo sufrimiento.