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Columna
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Sangre y fuego

'Gigantes' es una serie con altibajos y más de una exageración. También notable

Carlos Boyero

La nómina de directores en las legendarias series de HBO era tan sólida que no percibías altibajos ni desmayos independientemente del que se hiciera cargo de cada capítulo. Bueno, lo único que temía en Los Soprano eran los que llevaban la firma de su creador, David Chase, tan aficionado a los sueños retorcidos y al psicoanálisis. Pero ahí estaban Alan Taylor, Terence Winter, Matthew Weiner, Tim Van Patten, gente sobrada de profesionalidad y talento. Y hay series en las que la personalidad del director, conductor de todos los capítulos, era tan evidente como fundamental. Como Soderbergh, autor total de la perturbadora y espléndida The Knick. Y Cary Fukunaga filmó la primera y magistral temporada de True Detective. Desapareció y llegó el desastre.

Enrique Urbizu se hace cargo de la segunda y última parte de una saga sangrienta titulada Gigantes, habiendo dirigido antes los tres capítulos iniciales de la serie. Su estilo y su mundo son identificables en cine y en televisión. No hay buenos, todos son bichos, vocacionalmente o irremediablemente, por tradición o por gusto. Salvajes, fuertes, desesperados, matizados, sin posibilidad de salvación ni de redención. El nervio, la dureza y el vértigo de Urbizu me recuerdan el cine de Fuller, también a Peckinpah, aunque menos lírico, y sospecho que entiende muy bien el universo literario del eléctrico, anfetamínico y demoledor James Ellroy.

Veo de un tirón el definitivo ocaso de la tenebrosa familia Guerrero. Familia decidida a matarse entre ellos, pero condenada a comprenderse, no a perdonarse. La jovencita pragmática y maligna da juego, está a la altura de sus progenitores. Gigantes es una serie con altibajos y más de una exageración. También notable.

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