Liza y sus amigos
La gran semana del piano en Madrid se completa con una magnífica velada camerística auspiciada por Elisabeth Leonskaja
La gran semana del piano en Madrid, con los recitales de Maurizio Pollini y Yevgueni Kissin, no ha podido tener mejor complemento que la extraordinaria velada camerística ofrecida el jueves por la gran pianista georgiana Elisabeth Leonskaja y dos jóvenes colegas, aún no muy conocidos entre nosotros: la violinista holandesa de origen ruso Liza Ferschtman y el violonchelista húngaro István Várdai. En nada se notó la generación que separa a aquella de estos, pero nada sorprende tampoco que Leonskaja, un nombre de referencia en su instrumento desde hace décadas, haya aceptado tocar con dos músicos mucho más jóvenes que están aún luchando por hacerse un gran nombre en el disputadísimo ámbito musical clásico (y, a tenor de lo visto y oído, a los dos les sobran condiciones para ello). Le georgiana es una camerista de larguísima trayectoria y, del mismo modo que ella aprendió mucho de hacer música con sus mayores (con Sviatoslav Richter a la cabeza), ahora las tornas se han invertido y son otros quienes se benefician de su sabiduría, su experiencia y su magisterio.
Tan solo tres años más joven que Pollini, Leonskaja se mantiene en un extraordinario estado de forma. El pasado 6 de junio, por ejemplo, tocó en la Fundación Juan March las tres últimas Sonatas para piano de Franz Schubert, una proeza que remedaba el programa que ya había ofrecido en 2009 en la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional. Y dice mucho de su generosidad y su fortaleza física y psíquica que en este último recital, que se alargó durante casi tres horas, tocara como segunda propina ¡la Fantasía “Wanderer”! Cualesquiera conciertos de ella –sola, con orquesta o con amigos (los Cuartetos Alban Berg y Borodin o el violinista Leonidas Kavakos, por ejemplo)– están firmemente instalados en la memoria de los buenos aficionados madrileños.
Franz Schubert, Tríos con piano D. 898 y 929. Liza Ferschtman (violín); István Várdai (violochelo) y Elisabeth Leonskaja (piano). Auditorio Nacional, 14 de febrero.
Siempre ha sentido Leonskaja una especial afinidad por la música de Schubert, de quien ha grabado recientemente todas sus Sonatas para piano y cuyo complejo mundo emocional transmite con señas de identidad que recuerdan muchas veces a las del propio Richter, uno de sus intérpretes señeros. La gestación y cronología de sus dos Tríos con piano están envueltos en un cierto misterio. Sí sabemos a ciencia cierta que el hoy conocido como segundo (en Mi bemol) se interpretó el 26 de marzo de 1828, el día en que el mundo recordaba a Ludwig van Beethoven en el primer aniversario de su muerte, una fecha elegida, no casualmente, por Franz Schubert para organizar en la Musikverein de Viena el único concierto público dedicado íntegramente en vida a sus obras. El austríaco era entonces –y así debía de presentirlo– el mayor compositor de Europa. Los pioneros románticos eran aún muy jóvenes, apenas unos adolescentes, y no había nadie siquiera lejanamente capaz de componer la música que alumbró Schubert en los últimos meses de su vida.
Este compositor enfermo, a ratos abatido, a ratos exultante, siempre minado por los efectos devastadores de la sífilis y del brutal e inhumano tratamiento prescrito por sus médicos, se encuentra reflejado a la perfección en estos dos Tríos que encarnan como pocas obras su Spätstil, si es que puede hablarse de estilo tardío en un creador de 31 años. Son obras largas, complejas, ambiciosas, personalísimas, que se valen de moldes formales clásicos para impulsarlos decididamente hacia el futuro, exactamente lo mismo que había hecho su último cuarteto de cuerda, cuyo primer movimiento también se interpretó en aquel histórico concierto del 26 de marzo. No es habitual escucharlas juntas, pues ambas se acercan a los 50 minutos de duración si se respetan todas las repeticiones: valga el dato de que el último movimiento del Trío D. 929 tiene nada menos que 846 compases si se opta por la versión no cortada de la Neue Ausgabe sämtlicher Werke de Schubert que publicó Bärenreiter en 1975, y que fue la utilizada en el concierto. Se trata de una cifra inaudita en cualquier otra composición de la época. ¿A qué cimas habría podido ascender Schubert si no lo hubiera devorado la enfermedad?
Menos frecuente aún es oír estas dos obras interpretadas como en las versiones conformadas por Leonskaja, Ferschtman y Vardái en la Sala de Cámara del Auditorio Nacional. Los tres hicieron suya esta dúplice y antagónica disposición anímica de Schubert y sus versiones de ambos tríos tuvieron dosis parejas de lirismo y desesperación, de recogimiento y desafuero, de aceptación y rebeldía. Ningún movimiento más significativo a este respecto que el famoso Andante con moto del Trío en Mi bemol mayor, que se abre con uno de los más grandes hallazgos melódicos de Schubert (que, consciente de ello, retomó la melodía hasta tres veces en el último movimiento), tocado muy sobriamente por Várdai, sin la incómoda melosidad con que a veces se oye. En él estalla luego el mayor grito de angustia del compositor, inserto en una sección central que va creciendo en intensidad hasta llegar al desgarramiento emocional gracias a los tremolandi del piano, tocados extraordinariamente por Leonskaja, que arrastró en la vorágine a sus jóvenes discípulos y amigos. Tanto se implicó la georgiana que tuvo luego un par de lapsus de concentración, de los que logró salir airosamente, muy bien secundada por Ferschtman y Várdai, que demostraron buen oído y muchas tablas.
De la violinista holandesa llamó la atención su solidez técnica y, sobre todo, una portentosa mano derecha, capaz de ejecutar una enorme variedad de golpes de arco, siempre bien elegidos, mientras que el violonchelo (y no cualquiera: el Stradivarius que tocara en su día Jacqueline du Pré) parece en manos del altísimo István Várdai casi un juguete que él domina con aparente facilidad en todos sus registros, aun cuando opta por arriesgar tocando determinados paisajes, en aras de la expresividad, en posiciones muy altas. Los dos parecen llamados a grandes carreras y se entendieron muy bien entre ellos en los numerosos pasajes en paralelo de la cuerda, a la vez que asumieron, tanto como Leonskaja, el no protagonismo de ninguno de los tres. Miradas constantes, gestos cómplices y oídos alerta propiciaron unas versiones siempre homogéneas y de altísimo nivel musical.
A pesar del agotamiento, y ante el entusiasmo del público, decidieron tocar fuera de programa, cómo no, el Notturno (un título espurio) de Schubert, otra página para trío con piano de datación dudosa, pero nacida sin duda muy cerca de las dos obras que acabábamos de escuchar. Es posible incluso que se tratara en su origen del movimiento lento para el Trío en Si bemol mayor: por sus hechuras y su tonalidad, es una hipótesis más que plausible. No se editó, eso sí, por primera vez hasta 1846, muchos años después de la muerte del compositor, un sino tristemente habitual en su catálogo. Fue, de nuevo, una lección de entendimiento y sensibilidad por parte de los tres instrumentistas, que habían tocado idéntico programa el día anterior en Sevilla.
Con motivo de su sexagésimo cumpleaños, muchos de los músicos con los que ha tocado regalaron a Liza (así la llaman todos amistosamente) Leonskaja un libro lleno de dedicatorias y textos laudatorios de su humanidad y de su arte. Entre ellos figura, por cierto, uno firmado por Dimitri Ferschtman, el padre de esta otra Liza con la que ahora acaba de tocar en Madrid. Una entrevista que le hace Wolfgang Erk al comienzo del libro concluye con la pregunta de si le gustaría revelar a sus admiradores cuál es su lema vital. Liza Leonskaja respondió entonces con tan solo tres verbos: “Discernir – Comprender – Devolver”. Catorce años después, como acaba de mostrar en Madrid con dos de sus jóvenes amigos, sigue haciéndolo suyo.
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