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Crítica | Alita: ángel de combate
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La niña letal

El resultado es frío y se erige en testimonio de cómo un proyecto nacido de la pasión puede erosionarse

Un fotograma de 'Alita: ángel de combate'.
Un fotograma de 'Alita: ángel de combate'.

En 1949, Osamu Tezuka publicó el manga Metrópolis bajo la inspiración del clásico de Fritz Lang, del que tan sólo había visto el cartel. La efigie de Brigitte Helm en la piel de la María robótica le llevó a crear a Michi, niña cibernética con potencial de arma de destrucción masiva que, al mismo tiempo, cumplía el papel de hija sustitutoria de su creador. Su influencia en el imaginario del manga y el anime contemporáneo es más que palpable: Tetsuo, personaje clave de Akira (1988), y Motoko Kusanagi, la atormentada heroína de Ghost in the Shell (1995), son descendientes de Michi, al igual que Alita, creación de Yukito Kishiro que, tras protagonizar su serie manga de nueve volúmenes a principios de los 90, fue adaptada a la animación en dos concisas entregas destinadas al mercado del vídeo.

ALITA: ÁNGEL DE COMBATE

Dirección: Robert Rodríguez.

Intérpretes: Rosa Salazar, Christoph Waltz, Jennifer Connelly, Mahershala Ali.

Género: ciencia-ficción. Estados Unidos, 2019

Duración: 122 minutos.

Alita llegó a los mercados occidentales en el momento en que estos descubrían la animación japonesa tras el fenómeno de Akira y, pese a la parquedad de su existencia animada, su rápida ascensión a figura de culto llevó a James Cameron a adquirir sus derechos de adaptación cinematográfica… para mantener a esta heroína cyborg en el purgatorio de los proyectos en perpetuo desarrollo hasta que, finalmente, la película se ha materializado cuando ya nadie parecía esperarla. Lo más llamativo no es que Alita, personaje y proyecto, haya regresado de entre los muertos, sino que Cameron haya recuperado a un cineasta como Robert Rodríguez para una producción de envergadura tras su larga etapa consagrada al artesanado digital de ejecución casi doméstica.

La inflamación ocular a la que ha sido sometida la actriz Rosa Salazar para acercarla al icono es la decisión más inexplicable dentro de una propuesta que reitera imaginarios y situaciones y en la que Rodríguez reprime demasiado su tendencia al exceso estilístico. El resultado es frío y se erige en testimonio de cómo un proyecto nacido de la pasión puede erosionarse hasta convertirse en una suerte de obligación contractual que neutraliza, sin eliminar totalmente, los picos de crueldad de un original que, en su día, propuso una llamativa poética de la mutilación.

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