Victoria por KO de Yo La Tengo: abrumadores, enciclopédicos, incansables
El trío neoyorquino noquea al público madrileño con una noche densa y generosa que les agiganta como objeto de culto
Nada en un concierto de Yo La Tengo es sencillo, entendiendo por tal lo que se ajusta a la convención y la cómoda escucha. Y las cosas aún pueden complicarse más si los neoyorquinos, largamente anhelados por la hinchada madrileña, desembarcan con repertorio en dos tandas y casi tres horas de espectáculo en una sala como La Riviera, donde solo puede estarse a pie quieto. Por eso había algo de ritual absorto en el encuentro de este lunes con el trío, una de esas bandas tan de culto que incluso su obra más inextricable no invita al desasosiego, sino a la fascinación.
Estas complejidades y mapas laberínticos de texturas e influencias bien habrían merecido el calor de un teatro, el recogimiento en una butaca desde la que cerrar los ojos durante largos pasajes y sentir la voz de Ira Kaplan como un gurú cósmico. Pero nadie se desesperó: en las grandes ceremonias se comulga con los oficiantes y todo lo demás queda reducido a anécdota.
Hay que ser Yo La Tengo y acumular muchos trienios de enseñanzas y autoritas para atreverse a abrir un concierto con una pieza como You are here, instrumental de diez minutos de los que casi la mitad transcurren en torno a una sola nota pedal, mientras toda la segunda parte se nutre de la guitarra de Kaplan y sus digresiones ruidistas. Fue la excepción, porque la primera parte del concierto es ensimismada, sutilísima, única en esa capacidad para llenar el espacio y las mentes con medios exiguos y las voces siempre más cercanas al susurro que a la nítida definición melódica.
En YLT cantan los tres, y los tres parecen afligidos, presos de una pesadumbre vital que a veces escuece y otras angustia, pero jamás insensibiliza. En realidad, la banda se ramifica y expande por la condición camaleónica de sus tres artífices, capaces de intercambiarse los papeles durante todo el concierto con las guitarras, percusiones, teclados de formato humilde y pedaleras con las que multiplicar la hechicería sonora. Georgia Hubley, con cualidades para hacer fortuna como cantante de folk en las coordenadas del Greenwich Village, detiene las agujas del reloj cuando asume la voz principal en esa maravillosa caricia titulada Ashes. Pero el momento culminante de la primera parte llegó con Big day coming, una bella canción pequeña, a partir de unos arpegios elementales del líder al piano, que se va encabritando hasta la cacofonía con los acoples salvajes de la guitarra. La sorpresa, la incomodidad, el genio versátil: las normas de la casa.
Llegan las curvas
Tras el atípico paréntesis de un cuarto de hora, propicio para que los 1.600 asistentes (casi lleno) evaluaran el impacto emocional, llegó el turno de las curvas. El trío se había comportado hasta ese momento como un híbrido entre la Velvet Underground y Low, una banda con la que comparten hasta la estructura de la formación (un matrimonio y un tercer integrante). El regreso de camerinos fue engañoso, una versión de Polynesia #1 (Michael Hurley) que les adscribía aún a la canción de autor. Pero el órgano desaforado de False alarm, con Ira aporreando al tuntún las teclas como si le sacudiera un arrebato de locura, era lo más parecido a que nos metieran los dedos en el enchufe. No había tiempo ya para la lírica, sino para la furia. Para el alarido y el fango.
En las grandes ceremonias se comulga con los oficiantes y todo lo demás queda reducido a anécdota
Ella, que tantas veces parece ejercer de Nico en aquel disco famoso del plátano en portada, regresa a la mesura con The weakest part, una preciosidad casi cabaretera. El bajista James McNew nos recuerda una barbaridad –por fisonomía y ese espíritu de niño grande que se sonríe con todo– a nuestro Suso Saiz. Y Kaplan se queda tan extasiado con la interpretación de Shades of blue que implora a sus compañeros repetir el patrón instrumental de una parte, quizá para que todos apreciemos mejor el alma de pop-soul de los años sesenta. Porque no hay dos caras en la moneda de YLT, sino un endiablado poliedro. Y porque los propios músicos son tan insaciables en el ejercicio de la melomanía que su obra adquiere la dimensión enorme de las enciclopedias.
Llega un momento en que el público, fatigado físicamente por la extensión del concierto y la inminencia de la medianoche, ya no sueña con prever los movimientos de la banda. YLT recuerdan a esos sabios abrumadores a los que podemos seguir escuchando sin freno, incluso cuando sus enseñanzas ya no llegan a ser procesadas. Deeper into movies es la plasmación entre enrabietada y pesadillesca del insomnio. Y con la sala ya a su merced, I heard you looking, ese instrumental circular y creciente, equivalió al gancho definitivo sobre el alma del oyente, la claudicación definitiva desde la fría lona. El pálpito de la belleza como anestesia del cansancio.
En esas llevan ya más de 30 años embarcados estos tipos: narcotizándonos los tímpanos, exprimiendo su torrente de ideas, sometiéndonos a la avalancha. Anoche su triunfo fue por KO. Llegaba la hora trágica de Cenicienta y ellos aún tenían ganas de divertirse recreando un single medio olvidado de Jackson Browne, Somebody’s baby. Y seguían, y seguían. Abundancia riquísima: los grupos de culto nunca lo son por casualidad.
Babelia
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