H. C. Westermann, el ebanista prodigioso
El Reina Sofía dedica al escultor estadounidense su primera retrospectiva en Europa con 130 obras
Horace Clifford Westermann (Los Ángeles, 1922-Danbury, 1981) participó como infante de Marina en dos guerras: la Segunda Guerra Mundial y la de Corea. Entre la primera y la segunda estudió en el Art Institute de Chicago, donde conoció los nuevos materiales que caracterizarían las construcciones de la primera mitad del siglo XX (vidrio, metal, esmalte) y, sobre todo, aprendió a trabajar la madera hasta el punto de convertirse en un virtuoso ebanista. Su obra, tan inclasificable como desconocida en Europa, está indisolublemente ligada a su biografía, la vida de un estadounidense medio que sufrió en el frente y que vivió asustado por la Guerra Fría y los descubrimientos de su tiempo. Con orígenes en la pintura y el dibujo, se adentró en la escultura a partir de los 30 años. Murió a los 58. El Museo Reina Sofía de Madrid dedica su primera gran exposición del año a este creador singular con una retrospectiva, primera en Europa, de 130 obras realizadas entre 1954 y 1981 procedentes de instituciones públicas y privadas de todo el mundo. La muestra, patrocinada por Terra Foundation, se puede ver hasta el 6 de mayo.
Narrativo hasta bordear la figuración en los años en los que imperaba el expresionismo abstracto, la obra de Westermann tiene dos temas constantes: la casa y la muerte. Beatriz Velázquez, comisaría de la exposición junto al director del museo, Manuel Borja-Villel, explica que para el artista norteamericano se es persona en la medida en la que uno puede construirse un lugar de abrigo. “La casa es para él un lugar inexpugnable o un mausoleo. Y en muchas de sus obras vemos que la casa marca el momento definitivo de la muerte”.
Aunque la exposición responde a un orden cronológico, arranca con una sorprendente sala llena de embarcaciones, un asunto que responde a su experiencia de marine al borde de la muerte. Siempre en madera perfectamente trabajada, hay veleros, buques de guerra, vapores o mercantes que en forma de ataúdes flotantes parecen atrapados en mares de brea repletos de tiburones. Borja-Villel apunta a la propia experiencia del artista quien desde el portaaviones Enterprise de la Segunda Guerra Mundial, presenció hundimientos de naves cargadas de compañeros. “Trabajando una y otra vez el mismo motivo”, añade el director del museo, nos habla de su tesón al volver a botar barcos una y otra vez para volver a su casa”.
El espacio dedicado a Cajas, casas y cuerpos conforma un bosque de objetos, con piezas firmadas a partir de la segunda mitad de los cincuenta y habla del fracaso de la casa y el cuerpo como refugio. Sobre los pedestales se muestran cajas que podrían verse como mausoleos. Una de las más representativas y conocidas lleva el imposible título de Monumento a la idea de hombre si él fuera una idea (1958). Es una estatua armario por cuya boca asoma un hombre minúsculo que pide ayuda. La parte troncal es una especie de armario abierto adornado con chapas de botellas de refrescos que en su parte superior tiene dos figuras humanas colgadas del revés. El conjunto, de aires surrealistas, llama la atención por su brillante colorido y porque pese a la dureza del tema, Westermann no renuncia a la belleza.
Las figuras con formas robóticas y los utensilios de trabajo convertidos en piezas artísticas aparecen ya en la década de los sesenta como reflejo de la Guerra Fría y de la avasalladora sociedad de consumo. Un claro ejemplo es la obra titulada Máquina de calcular riesgos (1962), en la que un hombrecito lanza un disco sobre una vela que se aúpa sobre una peana en forma de estufa coloreada. Otro ejemplo es la cruz en forma de sarcófago vertical de Condición humana (1964).
Como ejemplo de herramienta inservible, la comisaría señala una obra en la que se ve un largo martillo con dos cabezas. Titulada Me voy a casa en el tren de medianoche (1974) sitúa a su hogar como el hito del final de su existencia. Beatriz Velázquez recuerda que Westermann ensambló esa obra al final de su vida. “Atravesó una grave convalecencia, al borde de la muerte. El artista deja entrever que está a punto de llegar a casa, siente que está a punto de morir”.
Un respiro en medio de tanto drama se encuentra en el espacio dedicado a su serigrafía más famosa: See America First, un conjunto de 18 estampas con las que satiriza la campaña de fomento de turismo interior que se difundió en Estados Unidos a comienzos de los años sesenta para que los ciudadanos estadounidenses recorrieran su país en lugar de viajar al extranjero. Westermann utiliza imágenes de la cultura popular y underground para mostrar su propia versión de una campaña patriótica que de tanta actualidad ha puesto el presidente Trump.
Artista de gran influencia entre los creadores posteriores a él, Westermann tuvo intensas relaciones con sus colegas. Residente en un pequeño pueblo Connecticut, compensaba el alejamiento escribiendo largas cartas a sus amigos en las que incluía deliciosos dibujos. Participante en numerosas colectivas con artistas de su generación, su relación con muchos de ellos era tan próxima que su primer cliente fue el arquitecto Mies van der Rohe, quien en 1955 le compró una de sus primeras figuras.
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