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Literatura para esclarecer cómo tres gallegos, que venían del cine, fueron asesinados por ETA

Adolfo García Ortega narra en ‘Una tumba en el aire’ el crimen en 1973 nunca reivindicado de tres jóvenes que la banda terrorista confundió con policías

Camino al caserío al que supuestamente trasladaron a las víctimas.
Camino al caserío al que supuestamente trasladaron a las víctimas.

La noche del 24 de marzo de 1973, tres jóvenes gallegos instalados en Irún (Gipuzkoa) viajaron a Biarritz, en el Sur de Francia, para ver la película de Bernardo Bertolucci censurada en España El último tango en París. Jamás regresaron. José Humberto Fouz, de 29 años; Jorge Juan García Carneiro, de 23, y Fernando Quiroga, de 25, se esfumaron en la bruma del cantábrico, en la localidad de San Juan de Luz, aquel lugar posteriormente denominado “santuario francés de ETA” por la prensa. Los tres gallegos se convirtieron en las víctimas silenciadas de ETA (jamás reconocidas por la banda terrorista, aunque tampoco haya negado su autoría) y en las víctimas silenciadas del Estado español (nunca suficientemente investigada su desaparición), pese a las evidencias de que el despropósito habría llevado a un grupo de refugiados etarras a confundirlos con policías, torturarlos y asesinarlos.

Transcurridos 46 años, el escritor Adolfo García Ortega (Valladolid, 1958) recupera en su novela Una tumba en el aire (Galaxia Gutenberg), que la próxima semana llegará a las librerías, esta “historia truncada de seres inocentes que representan a la sociedad que somos todos”. Una obra que se inscribe en el subgénero, hoy muy en boga, del true crime (mezcla de novela y de investigación periodística sobre un hecho real), que supera la única versión que se ha dado por buena hasta el momento: la publicada hace décadas en Abc por el periodista Alfredo Semprún, “suministrada por confidentes y delatores, aunque no siempre de primera mano” e “invariablemente utilizada por quienes han hablado del caso”, puntualiza García Ortega.

Abandono colectivo

Aunque tirando de la ficción para dar encarnadura a hechos reales, la novela refleja que fue ETA como organización la responsable del asesinato de los chicos y relaciona el motivo “indirecta pero fatalmente” con la Operación Ogro —el mayor ataque contra el régimen franquista— que apenas unos meses después de aquel viaje sin retorno de los tres gallegos culminaría con el asesinato del almirante Carrero Blanco, presidente del gobierno en la dictadura de Franco.

Autor de novelas como El evangelista, el también traductor y exeditor de Seix Barral se puso a investigar esta historia de la muerte inacabada de los tres coruñeses y llegó lejos. “Constaté que había un abandono colectivo y que solo figuraban en el recuerdo congelado de sus familias, con la herida aún abierta”. Sigue supurando. Lo evidencia Coral Rodríguez Fouz, de 48 años, sobrina de José Humberto, a la primera llamada telefónica de este diario: “No quiero hacer declaraciones, no queremos decir ya nada más; estamos muy cansados”.

Coral Rodríguez Fouz.
Coral Rodríguez Fouz.

Nacida en A Coruña en el seno de una familia de tradición socialista y criada en Eibar, Coral Rodríguez invirtió muchos años de su vida en reclamar en distintas instituciones españolas la investigación sobre la desaparición de su tío y sus dos amigos; décadas pidiendo justicia desde sus escaños de concejala y senadora del PSE. Y décadas pidiendo a la banda que indicase al menos en qué fosa estaban enterrados sus familiares. Nunca lo consiguió. Nunca tumbó esa fortaleza de silencio.

La sobrina de José Humberto Fouz agradece ahora a García Ortega la novela “que recupera y dignifica” las figuras de aquellos tres amigos. “Solo puedo decir que estamos encantados; nos ha ayudado a derribar de forma definitiva y muy bonita el muro” contra el que se han topado siempre. La última ocasión, cuando se reabrió el caso en 2005 para archivarse en 2006.

Las familias dejaron al escritor el sumario abierto en 1974 “mal instruido y cerrado también pocos años después, con la amnistía de 1976” y a partir de “unos hechos inconexos”, este acabó convirtiendo el crimen en literatura.

Recreando la atmósfera social y política que envolvía en 1973 el sur de Francia, donde los terroristas se preparaban para atentar contra la dictadura española, la novela narra con detalle aquella noche del 24 de marzo cuando, de regreso a España en el Austin blanco de José Humberto con matrícula de A Coruña, los tres amigos paran en un par de discotecas. García Ortega sitúa el primer alto en el camino en La Licorne, en donde un grupo de etarras “los confunde con policías españoles”. Y cuenta cómo cinco de estos etarras, liderados por Pérez Revilla, alias Hueso, los siguen hasta una segunda discoteca, La Tupiña, en donde los abordan.

Al no obtener la confesión de que eran policías españoles los agreden, primero en el aparcamiento de la propia discoteca y después en una playa cercana en donde Jorge Juan García Carneiro muere a consecuencia de un golpe brutal.

El libro explica la reacción ante el descontrol generado: los llevan al caserío de un líder nacionalista para obligarles a decir todo lo que sabían: nada. Con la Operación Ogro en marcha, ETA quería saber si la policía estaba alertada.

Adolfo García Ortega sitúa la tortura y posterior asesinato de José Humberto Fouz y Fernando Quiroga en ese caserío pero no así los cuerpos, que nunca aparecieron. La novela aventura, no obstante, un posible lugar para esa tumba en el aire.

“Un limbo moral y político”

El olvido de un triple crimen; el abandono de un hecho real que ha acabado colgado de “un limbo moral y político”. Eso conmovió a Adolfo García Ortega y lo llevó a restituir, mediante la ficción, la memoria de las tres víctimas jamás reivindicadas por ETA pese a que algunos de sus miembros confesaron que había sido obra del grupo armado.

Tras investigar durante dos años en el sur de Francia y en el País Vasco, el autor ha completado desde la ficción una tragedia documentada: la de uno de los primeros asesinatos de la banda terrorista nunca esclarecido. Y para construir el relato, no solo ha recuperado las figuras de las víctimas, sino también las de sus asesinos. “Ni unos ni otros deben ser olvidados”, sostiene.

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