Elogio de la delgada línea blanca
En la apasionante ‘Por Dios y por el Káiser’ el historiador Richard Bassett reivindica el ejército imperial austriaco
"¿El ejército austriaco? Bah, esos perdedores”, se dirá mucha gente, mirando con desprecio a las tropas de los Habsburgo, caracterizadas históricamente por el uniforme blanco de su infantería (sí, la delgada línea blanca). Talleyrand ya sentenció que “L’Autriche a la facheuse habitude d’être toujours battue” (Austria tiene la enojosa costumbre de resultar siempre derrotada). Pero es un error menospreciar a los austriacos. El propio Napoleón, que los derrotó tantas veces, destacaba su tenacidad y su adaptabilidad (la famosa Anpassungsfähigkeit, si es que una cosa con ese nombre puede ser famosa). “¿No viste a los austriacos en Aspern?”, le espetó a su cuñadísimo Murat, “¡Entonces no has visto nada!, ¡nada de nada!”. Jo, y lo decía el fiero corso que tanto les zurró en Austerlitz. En realidad, Napoleón los subestimó hasta Wagram, donde le enseñaron una dura lección sobre lo que era el coraje. Desde entonces, si oía a algún joven oficial chulesco de pobladas patillas y apretados pantalones con mucha mise en scène despreciar a los ejércitos austriacos le interrumpía cortante: “Está claro que usted no estuvo conmigo en Wagram”.
Lo cuenta Richard Bassett —al que recordarán por su espléndida e iluminadora biografía del almirante Canaris (Crítica, 2006)— en el que posiblemente sea el libro definitivo sobre el ejército imperial austriaco, y es sin duda una lectura deliciosa, llena de anécdotas, aventuras y personajes sensacionales: Por Dios y por el Káiser (Desperta Ferro, 2018).
“Desde las primeras páginas, desde el capítulo sobre el segundo asedio de Viena con sus tenues referencias a los húsares alados del rey Sobieski, he estado pensando en ti”, me dijo Joan B. Culla, gran admirador del libro. “Por suerte, siempre nos quedarán nuestros héroes comunes (por cierto, ¡qué tipo Gottfried von Banfield, el as aéreo austriaco!)”. Qué bonito es que a uno le recuerden por los jinetes alados de Sobieski y qué sólidas son las amistades basadas en las lecturas, los aviadores y los húsares. Siempre, siempre nos quedarán los húsares.
A Culla le habrá gustado especialmente Por Dios y por el Káiser, aparte del desfile de dragones, coraceros, lanceros, irregulares panduros, granaderos y Jäger, por cómo describe el encaje de bolillos que fue amalgamar tropas y naciones (20) tan diferentes en la kaiserliche und königliche (k. u. k.) Armee, el ejército imperial y real de Francisco José, la última etapa, en la que, por cierto, se perdió la casaca blanca, un color que ya no tenía cabida en los campos de batalla de finales del XIX, aunque hasta 1918 se mantuvieron muchas de las vistosas tonalidades (28 de rojo, azul y gris) de la Farbkasten (¡Faber-Castell!), la caja de colores, del ejército habsbúrgico. Y también le habrá encantado por la atención a la intensa relación de los judíos con el ejército, desde la decisiva participación de Samuel Oppenheimer (el único judío que quedaba en Viena) en la salvación de la ciudad en 1683 ante los jenízaros de Kara Mustafá, hasta la práctica ausencia de actitudes antisemitas en la oficialidad austrohúngara.
Bassett es un historiador como la copa de un pino pero también uno de los nuestros (le gusta visitar campos de batalla y colecciona soldaditos de plomo) y nos lleva por la procelosa y compleja historia del ejército austriaco (reformas teresiana y josefiniana, las guerras contra Prusia, napoleónicas, en Italia, Primera Guerra Mundial...) sembrándonosla de caramelos. No es difícil: es el ejército de La marcha Radetzky, de Joseph Roth, y de El rey de las dos Sicilias, de Kusniewicz, y en el que militó, como oficial de caballería (11º de húsares) y aviador el conde Almásy, futuro explorador del desierto.
Es un placer cómo se detiene Bassett a explicarnos la historia del uniforme de ulano austriaco prestado por el general Koller al Napoleón preso para que se camuflara y evitara las iras de la multitud camino de Elba (la casaca se exhibía en el Museo del Ejército en Viena, ¡yo la vi!); la aventura del contingente austriaco en los 55 días en Pekín (el asedio de las delegaciones por los boxers), la peripecia del espía coronel Redl; la relación adúltera del mariscal Radetzky con su ama de llaves italiana Giudita Meregalli, que le dio ocho hijos y hacía una cotoletta alla Milanese de rechupete, o que el pintor Oskar Kokoschka luchó en el regimiento de dragones nº 15 Archiduque José: guerrera azul claro, calzones rojos, casco dorado... ¡vaya forma de ir contra los rusos!
También nos cuenta, como destaca Culla, la historia de Von Banfield, el apuesto piloto de hidroaviones, igual que mi abuelo, aunque él, gracias a Dios, no bombardeó Venecia: mi hermana Graziella no se le hubiera perdonado nunca.
Bassett explica en su libro que llegó a conocer a Von Banfield, un nombre que es toda una onomatopeya explosiva, en Trieste a finales de los setenta, y a entablar amistad con el viejo as aeronaval (9 victorias confirmadas), el último poseedor superviviente la Orden Militar de María Teresa y el último hombre vivo que había sido condecorado personalmente por el emperador Francisco José. Pasaron buenos ratos.
El historiador demuestra en Por Dios y por el Káiser (el grito de guerra austriaco) que la reputación de incompetencia del ejército de los Habsburgo no tiene justificación. Lo que pasa es que nunca se arriesgaba a todo o nada (lo que le permitía siempre volver a luchar) y eso porque no podía permitírselo: era garante de la dinastía, un sólido vínculo creado desde que los coraceros imperiales de Dampierre salvaron al archiduque Fernando de sus enemigos en junio de 1619, ganándose de paso el derecho a galopar por el Hofburg haciendo sonar sus trompetas y con los estandartes desplegados...Ya no queda, señala Bassett ningún soldado de aquel ejército que vieron los siglos. El último que sirvió en sus filas, en las que militaron gentes tan variopintas (y algunas tan poco marciales) como Wittgenstein, Schrödinger, Adolf Loos o Rilke (por no hablar de los ficticios Trotta, Emil R. o el Herbert Menis de El estandarte de Lernet-Holenia), murió con más de cien años en 2008. Pero es un placer sentarse ahora, abrir las páginas de este espléndido libro y volver a ver marchar las columnas de viejos soldados a través de la historia, hacia el inevitable crepúsculo.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.