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Columna
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Santa Catalina: la mujer que Caravaggio ignoró y Gentileschi defendió

La restauración de sendos retratos realizados por los artistas, uno en el Thyssen y otro en la National Gallery, traen a la actualidad dos visiones muy distintas de un personaje único

A la izquierda, el retrato de Santa Catalina pintado por Caravaggio. A la derecha, el realizado por Gentileschi.
A la izquierda, el retrato de Santa Catalina pintado por Caravaggio. A la derecha, el realizado por Gentileschi.

Quizá de rojo habría sido otra. Menos complaciente, menos dispuesta al sometimiento. Una Catalina menos sumisa. Quién sabe si vestida de rojo podría parecer que acariciase con menos devoción el filo de la espada que la decapitará. Pero algo ocurrió y Caravaggio volvió oscuras las ropas de la mujer cuya inteligencia y don de oratoria fue capaz de convencer a filósofos y ejércitos de la fe católica.

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Eso ha descubierto el equipo de restauración del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza al mirar con lupa el cuadro pintado dos décadas antes de que Artemisia Gentileschi tomara la misma figura femenina para representarla como una mujer soberana, desafiante y orgullosa.

Artemisia es Catalina. Catalina es Artemisia. Es un autorretrato. Solo conocemos otro más de la pintora barroca. Este fue adquirido por la National Gallery el pasado junio, por 4 millones de euros –en una de las compras más importantes del pasado 2018– y también se expone como pieza a parte, tras su paso por el taller de restauración. Las dos santas catalinas protagonizan el final y arranque de temporada en sus museos. Son dos maneras muy diferentes de entender un retrato femenino y una rara ocasión de mostrar una lucha creativa de género.

Un emperador sádico

El cuadro de Gentileschi está fechado en 1615, tres años después del proceso contra su violador, el pintor Agostino Tassi, y es difícil evitar la tentación de vincular la biografía de la artista a su obra (como es habitual), sobre todo, tratándose de un autorretrato y de que ambas, Catalina y Artemisia, sufren la brutalidad masculina. No sabemos si fue un gesto pautado, pero tampoco se puede defender la casualidad.

El sádico emperador Majencio, que había acudido a Alejandría a presidir una gran orgía de sacrificios, se encontró con la persuasión de Catalina, que derrotó con su discurso a dos de sus sabios con la palabra, a doscientos soldados y a la emperatriz. La fiesta acabó con la decapitación de Catalina, tras intentar martirizarla.

Artemisia recorta el plano general –que prefiere Caravaggio– y lo lleva a un plano medio muy cerrado, para invertir en drama y retrato psicológico. Su Catalina no pretende ser amable. Es brava y valiente. Mira desafiante, dando a entender lo que es capaz de hacer con los castigos: la rueda gigante cubierta de cuchillas afiladas está rota. La enorme sierra giratoria se rompe al entrar en contacto con su cuerpo. Es una mujer sencilla y sin brillos ni dorados. Es humilde y guerrillera, es una mujer soberana y orgullosa que se desentiende de la rueda. La aparta de su lado. Arruga el ceño, poderosa, no pide perdón y avisa de lo que es capaz. Aunque no llega a cruzar los brazos, no hay atisbo de dulzura.

Artemisia recorta el plano general y lo lleva a un plano medio muy cerrado, para invertir en drama y retrato psicológico. Su Catalina no pretende ser amable

La Catalina del Thyssen va de gala para la ocasión, su asesinato. Está arrodillada sobre un suntuoso cojín de damasco y reclinada sobre ese invento del demonio con el que pretendían martirizarla. El maestro barroco ha creado a una mujer satisfecha con los oropeles y las sedas, acostumbrada a los brillos, a los bordados dorados que corren por el vestido de terciopelo negro (en origen, rojo) y a las delicadas figuras cosidas en el encaje de su escote. Cuánto le gusta la anécdota, cuánto se entretiene en ella.

A Caravaggio le interesan más sus virtudes como pintor, que las de su personaje. No le importa tanto ponerse en la piel de Catalina antes de morir, para imaginar lo que sintió, como hacer vibrar el atrevido fogonazo de luz que entra por su izquierda e ilumina los pliegues de las mangas blancas del vestido. Ella no es tan importante como la pintura. Ella es un sujeto. Ella es mucho menos importante que él. 

En el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza Santa Catalina deliciosa no plantea ninguna molestia, evita cruzar su mirada con la del espectador. Se muestra apacible, es una dama coqueta, de gesto amable y satisfecha con los instrumentos de su tortura. Gentileschi ha hecho desaparecer toda anécdota y lujo que distraiga la mirada. Ha construido a una mujer que representa a todas las que no se arrodillan ni se acomodan ante nada ni nadie. Una mujer convencida de su ser, sin condiciones ni condicionales, sin necesidad de estar dispuesta ni disponible. Esta Catalina no es lo que se espera de ella, porque Artemisia tampoco es lo que se espera de un artista. Quizá no sea tan atrevida en lo pictórico como Caravaggio, quizá estuviera harta de mujeres pintadas por hombres que las hacen invisibles.

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