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SILLÓN DE OREJAS
Tribuna
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Recapturando la serotonina

Houellebecq sigue utilizando, junto al pesimismo apocalíptico y la provocación sexual, sus coqueteos con el lenguaje “científico”

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Ángel Mateo Charris para 'La muerte en Venecia'.
Ilustración de Ángel Mateo Charris para 'La muerte en Venecia'.

1. Mercado

Me entero por adoptauntio.es, una plataforma en la que “los hombres son objetos y las mujeres quienes hacen sus compras”, y en la que “las únicas que pueden abordar a los tíos son las chicas”, de que los pretendientes que se inscriben como candidatos tienen muchas más posibilidades de ser elegidos si se expresan con corrección que si lo hacen con faltas de ortografía o con estilo más bien pedestre. En un país en el que cada día se escribe peor (pregunten, pregunten a los profesores) y en el que desaparecen del uso hasta los artículos determinados (ahora se dice, por ejemplo, “se vieron en Zarzuela”, “lo llevaron a quirófano”, “la subieron a planta”, “lo dijo en sede parlamentaria”, etcétera), el hecho de que una plataforma dedicada al ligue con derecho a sexo y despiporre reconozca tácitamente las ventajas de la alfabetización (la literacy de los anglohablantes) resulta enternecedor. Si yo tuviera poder para convencer a don Santiago Muñoz Machado, flamante director de la RAE (y, por tanto, de la Asociación de Academias de la Lengua Española), intentaría que el nuevo (y utilísimo, aunque solo sea como estímulo para saltarse el canon a conciencia) Libro de estilo de la lengua española (Espasa) incluyera en los paratextos de cubierta o en una faja colocada ad hoc las ventajas de la buena expresión para conseguir y dar favores sexuales. Por lo demás, si alguno de mis improbables lectores —en castellano, como nos recuerda el también académico Pedro Álvarez de Miranda en su librito El género y la lengua (Turner), el masculino es un género no marcado) tiene curiosidad por, o desea inscribirse en, la mencionada web, les diré que en las estanterías (así las llaman) de los “cien tíos a adoptar” (sic) elegidos por el jurado de mujeres notables solo figuran dos escritores: el francés Frédéric Beigbeder y el sueco Jens Lapidus. En fin, que estamos locas.

Portada de 'La muerte en Venecia'.
Portada de 'La muerte en Venecia'.

2. Jeremiada

Si Pangloss creía que estábamos en el mejor de los mundos posibles, Florent-Claude Labrouste, el narrador de Serotonina (Anagrama, 9 de enero), último vómito narrativo de Michel Houellebecq (MH), está convencido de que todo, absolutamente todo, es un horror sin paliativos ni salidas. Voltaire escribió su Candide, una sátira divertida, injusta y caricaturesca del optimismo de la teodicea de Leibniz, después del terrible terremoto de Lisboa y en plena guerra mundial de los Siete Años. Houellebecq, para quien la historia es una sucesión de horrores, lo escribe en la era de Trump —de quien este eterno provocador ha dicho que es el mejor presidente que ha tenido EE UU—, cuando la amenaza de fracturación de Europa está en marcha (MH es firme partidario del Frexit, de que Francia también se vaya) y la extrema derecha crece por doquier. La séptima novela de Houellebecq sigue utilizando el discurso de un ingenioso y envejecido enfant terrible que se ha empapado de Schopenhauer y que cree que hace alta cultura despotricando del mundo. El único consuelo del narrador ante “la insoportable vaciedad de los días” son los comprimidos de Captorix, un antidepresivo que favorece “la liberación por excitosis de la serotonina producida al nivel de la mucosa intestinal”. Sí: Houellebecq sigue utilizando, junto al pesimismo apocalíptico y la provocación sexual (en la novela hay alguna entretenida muestra de animalismo para escandalizar a quien se deje), sus coqueteos con el lenguaje “científico”. A Laurent —otro avatar del narrador típico de MH— ya no lo quiere nadie, porque ha dejado pasar el amor: ni la danesa Kate, ni la japonesa Yuzu —una incansable atleta sexual—, ni la insegura Claire, ni ninguna de las muchas chicas, “sobre todo españolas”, que conoció en su juventud. La publicación de la novela, que se pondrá a la venta en Francia (Flammarion) el 4 de enero con una tirada previa de ¡320.000! ejemplares, está precedida por uno de esos estúpidos “embargos” que impiden los comentarios o las críticas previas y que contaminan el ambiente con paratextos publicitarios del tipo “la novela más desesperada” del autor, “una novela crepuscular”, “anticipa la revuelta de los gilets jaunes” y otros abrebocas por el estilo destinados a un lector condicionado y un punto adolescente. Yo la he terminado de leer estos días —quizá como respuesta inconsciente al empalago del espíritu navideño— y no puedo quitarme la sensación de habérmelas visto con un producto epigonal de la cultura hip-hop. Y, sí: como siempre en Houellebecq, hay destellos de buen oficio (al fin y al cabo ya lleva siete novelas), pero los aplastan la explicitud de la antimoraleja y la prolijidad de la miseria y de la desesperación del narrador. Por lo demás, no pude evitar reírme (aunque el provocador Laurent-Houellebecq lo diga absolutamente en serio) con la exaltación de Francisco Franco, “independientemente de otros aspectos a veces objetables de su acción política”, como un auténtico “gigante del turismo”. Por último, ignoro si el Captorix funciona. A mí no me va mal con Escitalopram, que inhibe la recaptación de la serotonina y me ayuda a soportar a tanto ilustre bobo. Y es que, para pesimistas, me sigo quedando con Bernhard (y con leer la prensa del día).

3. Mitomanías

Ya traje a uno de los últimos sillones el ensayo Mary ­Poppins. Magia, leyenda, mito (Abada), de María Tausiet, un libro muy apropiado para estos días, con la nueva versión de la película en cines atestados de niños gritones. Permítanme ahora que les recomiende también un buen ensayo sobre un personaje-mito que ha influido notablemente en nuestra cultural: Robinson y la isla infinita (Fondo de Cultura), de Rosa Falcón. Por último, no olviden en sus compras la estupenda edición que ha publicado Edelvives de La muerte en Venecia, de Thomas Mann, magníficamente ilustrado por el pintor murciano Ángel Mateo Charris. Y feliz año. Incluso para Houellebecq, que lo estará pasando fatal.

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