De todo menos bonito
Dos libros de artículos demuestran que Pla es el mejor prosista de la posguerra, en un castellano al que fecunda salpicándolo de catalanismos
1. Prólogo: un tuerto
Definitivamente, todo apunta a que debe de haberme mirado un tuerto, según el muy políticamente incorrecto dicho hispánico que utilizamos para explicarnos la contumacia en la suerte adversa; no excluyo además que el tuerto de esta historia sea yo mismo, habida cuenta de mi condición oftalmológica, de la que ya les había hablado, y que se “resolvió” tras dos vitrectomías y una notable pérdida de visión en el ojo derecho, todo ello por una maldita infección de quirófano agarrada en una afamada clínica privada de cuyo nombre no quiero acordarme (por ahora). Todo esto es para molestarles de nuevo con mi última novedad clínica: resulta que, tras mi vuelta de Buenos Aires (donde reconozco que anduve más de la cuenta y me pasé en los bifes), noté que persistía el fuerte dolor a la altura del esternón que me asaltó mientras caminaba por Palermo. Acudí a mi médica, a la que no le gustó “cómo olía” ese dolor asociado al esfuerzo físico, y aquí me tienen, confinado y lleno de cables en una habitación muy coqueta del Hospital Clínico, mientras me someten a diversas pruebas para determinar la intensidad del infarto que he padecido. Escribo esto en la cama, tras cinco días y cinco noches monotorizado (sic) y escuchando de vez en cuando a eficaces enfermeras utilizando diminutivos para referirse a mis cosas (¿tiene dolor en el pechito?, ¿ha conseguido hacer caquita?), que son los afijos hipocorísticos con que el personal sanitario manifiesta su empatía con el enfermo; o soportando ese (antes) impensable funeral del pudor que me ha supuesto dejarme afeitar los genitales (para someterme a un cateterismo) por una enfermera que, ante mis reparos, protestaba aduciendo que no debía sentir vergüenza porque ella ya había visto de todo en los años que llevaba rasurando. En fin, que ahora tengo mis partes como si aún no me hubiera llegado la pubertad, perdonen la franqueza.
2. Pla
Parafraseando una vez más a Gimferrer, probable primer Nobel de una improbable República, podría decirse que tiene el hospital sus lecturas como el amor sus símbolos. Elegirlas bien no es cuestión baladí. Una solucionadora eficacísima, que siempre está cuando la necesito, me acerca el volumen Josep Pla, que acaba de publicar la Biblioteca Castro en edición de Sergi Doria. Pla (1897-1981), que escribió durante una monarquía decadente, una dictadura militar, una república frustrante y frustrada, una revolución social y una despiadada Guerra Civil que se prolongó en una dictadura mucho más sangrienta que la primera y de la que no llegó a ver el final, sabía mucho de la vida y no poco de las enfermedades y de las miserias del cuerpo, a las que relativizó siempre con su proverbial realismo de estoico pagés admirador de Montaigne. El tomo en cuestión —una pequeña pero representativa muestra de la producción de un autor cuya Obra Completa ocupa 45 volúmenes— reúne dos libros de artículos (publicados previamente en la revista Destino), Viaje en autobús (1942) —que inauguró el catálogo de Áncora y Delfín— y La huida del tiempo (1945), y una novela, La calle estrecha (1951) —en realidad, casi una antinovela—, muy en la línea de aquel realismo sin argumento y con escasa intriga que alentó la obra de los mejores narradores de los cincuenta (Delibes, Sánchez Ferlosio). Los dos libros de artículos, que demuestran que Pla es el mejor prosista de la posguerra (en un castellano al que fecunda salpicándolo de catalanismos), tienen la ventaja de admitir una lectura discontinua. En su acertado prólogo, Doria me guía al artículo ‘El crepúsculo’ (en La huida del tiempo), en el que Pla reflexiona de manera acertadísima sobre el poder onírico de la fiebre (“cosa enorme, misteriosa y delicadísima”) siempre que no pase de los 39 grados; en ese mismo artículo encuentro un pensamiento que coincide con mi estado de ánimo: “La idea de que morir es difícil es muy consoladora, es una idea excelente para los enfermos”.
3. Poppins
Sigo a María Tausiet, una brillantísima historiadora cultural que sabe comunicar eficazmente sus investigaciones, desde Ponzoña en los ojos —Institución Fernando el Católico (2000) y Turner (2004)—, un estudio acerca de la importancia, circunstancias y procedimientos de la brujería y la superstición en Aragón a finales de la Baja Edad Media. Desde entonces, Tausiet no ha cesado de trabajar en la parte oscura siempre presente como espejo deformado de la cultura moderna, incluyendo asuntos como la blasfemia, la excomunión, los procesos religiosos, la locura, los endemoniados, etcétera. Su último ensayo, Mary Poppins. Magia, leyenda, mito (Abada), me ha hecho pasar unos días de lectura fascinada por un asunto aparentemente menor —el personaje creado por la narradora y folclorista Pamela Travers en los años treinta y popularizado por Disney en los sesenta—, pero que se revela en toda su profundidad legendaria y transgresora gracias a un tratamiento tan erudito como inteligente y sugeridor. Tausiet nos desvela lo que de mítico y ancestral se esconde tras el personaje “aparecido” de no se sabe dónde en una familia londinense de clase media alta —como había hecho el Peter Pan de James Matthew Barrie 30 años antes—. La institutriz, que vuela con un paraguas y va provista de un bolso “mágico”, es una protofeminista que, si no llega a ser revolucionaria, sí es una transgresora con muy oportunas teorías acerca de la educación que pone en práctica con los niños a su cargo. Su mundo —a diferencia del fantástico de la Alicia de Carroll o del País de Nunca Jamás de Barrie— es el de la cotidianidad, que es donde se despliega su magia y su poder. No se pierdan este delicioso libro repleto de sabiduría y pulso narrativo.
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