El que no mira, suspira
Manuel Cruz es uno de esos (escasos) filósofos a los que puede leerse sin respingos
1. Oftalmologías
Perdonen que les dé la lata con mis problemillas oftalmológicos, pero después de pasar cinco veces por el quirófano (dos de ellas para sendas vitrectomías) y no estar aún seguro de cómo va a evolucionar mi visión, este leve exhibicionismo semanal me alivia lo suyo, y estoy seguro de que ustedes me lo disculparán; tengan en cuenta que es verano y que ya no tengo mucha gente a quien contárselo. Lo cierto es que hasta ahora no he dejado de leer y de componer estos sillones, aunque para ello utilice un cuerpo de letra 28 en mi Word para Mac, que luego reduzco. Sea por masoquismo o por curiosidad —o tal vez para conjurar mis miedos— he leído o releído diversos textos sobre la ceguera de autores a los que admiro; de Borges, por ejemplo, que fue ciego para tantas cosas (y vidente para otras) y que no logró ser nunca “aquel en cuyo amor desfallecía Matilde Urbach”. Releo sus poemas de los años setenta (‘El ciego’ y ‘Un ciego’) y veo que también se consolaba con Milton, aunque se lamenta en tercera persona de no poder leer directamente: “De los libros le queda lo que deja / la memoria, esa forma de olvido / que retiene el formato, no el sentido, / y que los meros títulos refleja”. Por cierto que, en la reciente reedición de su Poesía completa (Lumen), compruebo que sigue censurado (¿Kodama?) el poema ‘Al olvidar un sueño’ (que sí figuraba en la edición original de su poemario La cifra; Alianza, 1981), dedicado a la librera Viviana Aguilar (una de sus infatuaciones amorosas), y del que transcribo unos versos quevedescos: “Si supiera qué ha sido de aquel sueño / que he soñado, o que sueño haber soñado, / sabría todas las cosas”. Además de a Borges, leo a ratos Iluminaciones en la sombra (Nórdica), una especie de dietario misceláneo del invidente Alejandro Sawa (póstumo, 1910), en el que, sin embargo, no habla mucho de su ceguera. Su título me trae a la memoria el estupendo ensayo de Tanizaki Elogio de la sombra (Siruela), en el que se alaba lo penumbroso en todas sus formas, algo que también agradece mi fotofobia y que logro bajando las persianas de mi casa. Por último, recurro a Galdós, un escritor obsesionado con la ceguera, un asunto que aparece como motivo o metáfora en multitud de sus novelas. Incluso en las primerizas y romanticonas —antes de que se le declararan las cataratas—, como Marianela (1878), un auténtico melo (una cualidad que ha interesado al cine) sobre los desgraciados amores de la muy fea Marianela y el ciego Pablo (de quien ella es lazarillo). Cuando el doctor Golfín (ojo al nombre, tan irónico), que viene de la ciudad y es un gran oftalmólogo (hay alguna prolija descripción anatómico-fisiológica), le extirpa las cataratas, Pablo confunde a su guapa prima Florentina con Marianela (a quien, cuando no podía ver, imaginaba bellísima). La salud de uno es la ruina de otra: sic transit gloria oculorum.
2. Historias
Manuel Cruz (Barcelona, 1951) es uno de esos (escasos) filósofos a los que puede leerse sin respingos: en sus libros rehúye tanto la jerga de los profesores infatuados como cualquier tipo de expresión embolismática, de esas que inhiben a los lectores “corrientes” (como si esa especie existiera). Filósofo de la historia, su compromiso con la de su tiempo es patente, como puede comprobarse en sus siempre sugerentes colaboraciones periodísticas. Su libro más reciente se llama muy apropiadamente Pensar en voz alta (Herder) y es, en realidad, una síntesis de su pensamiento acerca de los temas (filosofía, amor, sociedad, política, historia, futuro) desarrollados en sus libros, a través de una serie de conversaciones con el profesor Luis Alfonso Iglesias. Del apartado ‘Historia’ me quedo, sobre todo, con la reflexión —que Cruz viene formulando hace tiempo— acerca de cómo nuestro llamativo abandono del pasado (creemos que nuestro presente es autosuficiente y basta para entender el pasado) implica la renuncia a aprender de nosotros mismos, de nuestros orígenes, de cómo hemos llegado a ser lo que somos. De alguna manera lo relaciono con esa paradoja de nuestro Zeitgeist: la abundancia de la información (del ahora mismo) provoca un déficit de atención hacia lo que importa, algo que los manipuladores de la opinión saben utilizar en su beneficio y en la creación de mitos. La Transición, por ejemplo, sobre cuya pretendidamente modélica trayectoria (y escasa violencia) también se ha construido una especie de mito fundacional, obviando la sospecha de que algunos de nuestros actuales lodos quizás vengan de ciertos polvos de entonces que nos hemos empeñado en olvidar/ignorar. Un libro de reciente traducción al castellano, El mito de la transición pacífica (Akal), de Sophie Baby, publicado originalmente (2012) en francés por la Casa de Velázquez, demuestra pormenorizadamente —a partir de una montaña de datos inéditos y de las investigaciones parciales de otros historiadores— que el ciclo de violencia (de alta y baja intensidad) “contestataria” y del Estado (incluyendo intentos de golpe) estuvo muy lejos de la imagen de paz social que nos han/hemos ido fabricando interesadamente. Baby emplaza al lector no solo ante la violencia (sus tipologías, sus prácticas, sus motivaciones), sino también ante la gestión de su memoria. Un libro más completo y menos periodístico que la meritoria crónica La transición sangrienta (Península, 2010), de Mariano Sánchez Soler.
3. Barco
¿Desean regalar a sus hijos de más de siete años un hermoso libro ilustrado? Vayan a cualquier librería con buena sección infantil y enamórense (como yo) de Mi barco (Kalandraka), del genial dibujante italiano Roberto Innocenti. Se trata de la historia, contada en flashback, de un barco mercante y de un capitán que soñó con él desde que era niño. En cuanto lo ojeen caerán en su hechizo.
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