Calvo Serraller desde otros ámbitos
El autor elogia la transversalidad y la tendencia al tránsito de géneros y disciplinas diversos del catedrático del Arte y colaborador de EL PAÍS fallecido el viernes
Dada mi tendencia a salirme, heterodoxa y temerariamente, de la indicada senda en artes y oficios (ante el mohín de algunos especializados), he obtenido a cambio el privilegio de encontrarme a seres excepcionales que han enriquecido mi propio métier, traspasando también ellos fronteras y delineaciones. Uno de estos seres ha sido Francisco Calvo Serraller.
Desde hace mucho tiempo mantuve con Paco Calvo una relación de afecto y admiración. Nos conocimos hace ya la friolera de 40 años, cuando yo había comisariado algunas exposiciones de pintura y escultura y él iniciaba, junto a Ángel González y Miguel Ángel Fernández, la aventura de una nueva galería que ya en la adopción nominal, Multitud, reflejaba un deseo de amplitud difícil de alcanzar en la época oscura. En aquella ocasión y con un criterio brillante y adelantado se exponía parte de una memoria cultural, abominada por el régimen que la había destruido. Se trataba de Origen de la vanguardia española: 1920-1936. Se incluía en ella un especial homenajea La Barraca, la compañía teatral que creó el gobierno de la República para llevar el teatro clásico a la gente de pueblos y aldeas españoles, y a cuyo frente iban el animoso poeta asesinado Federico García Lorca y Eduardo Ugarte.
Con otros actores (recuerdo, como no, a Alberto Alonso) monté para la ocasión unos fragmentos de Así que pasen cinco años. Asistieron a la inauguración, que recuerde ahora, el pintor José Caballero, que había realizado telones para La Barraca, además de algunos barracos y barracas sobrevivientes de la casi mítica epopeya cultural. A última hora, la policía prohibió que se abriera al público la exposición. Pero los invitados ya estaban dentro, de manera que hicimos la inauguración y la pequeña pieza teatral, “a puerta cerrada”. El crítico de arte José Mª Moreno Galván lanzó desde lo alto de la escalera, justo antes de empezar, un estentóreo “¡Viva la República!”.
Como decía más arriba, Paco Calvo era también propenso a visitar otros ámbitos del arte aparentemente no concernidos con su especialidad académica. En esto –vale la pena señalarlo– se da siempre la misma paradoja: los que más aportan a la tarea pedagógica y a la historiografía del arte son aquellos que más se apartan del academicismo; los que más exploran otros quehaceres, persuadidos de reencontrar en ellos su propio camino. Calvo Serraller, entre los muchos saberes que frecuentaba, nos dejó acertadas recomendaciones de novelas, de obras teatro, de películas, en las que su sensibilidad había descubierto vetas ocultas o simplemente elementos que las dotaban de validez intercambiable.
Hace relativamente poco lo llamé. Quería incluirlo en un documental que estaba rodando sobre arte contemporáneo, y la ocasión se presentaba idónea para visitar juntos la magnífica exposición que abrió El Prado sobre El Greco y la pintura moderna. Recorrimos la muestra en una sesión memorable por la enorme capacidad de síntesis que desplegó frente a las obras, que se sucedían en extraordinario diálogo entre los pintores modernos y el imponente artista cretense. Quedó grabada la visita como testimonio y documento vivo de su enorme capacidad para establecer conexiones y hallar vínculos entre las obras, más allá de los condicionantes de época y lugar. Entre sus comentarios durante el magistral y peripatético recorrido que registró el documental, me viene a la cabeza uno especialmente revelador: “El arte –dijo- es lo único que cambia pero no progresa. Los cambios no significan, como en la técnica, la anulación de lo anterior”. De esta manera explicaba, por encima de estériles empeños anulatorios, la perfecta coexistencia entre el arte clásico y las vanguardias; cosa que evidenciaba la exposición de El Prado.
Otra prueba de su transversalidad, de su tendencia al tránsito de géneros y disciplinas diversos (ya recomendaba Dante: “No en un solo lugar pongas la mente”), fue poco tiempo después de ese rodaje. Hablamos en su estudio de una idea que él tenía sobre montar un espectáculo a partir de las cartas entre Gauguin y Van Gogh. En curiosa coincidencia, yo acababa de terminar de escribir una obra intitulada Los perros de Van Gogh, en la que el pintor contemplaba su vida desde su muerte. Paco la leyó y entusiasmado con el tema escribió el prólogo. Lamentablemente no he tenido ocasión de llevar a cabo el proyecto, pero guardo como un don inapreciable sus palabras, su iluminado texto, en el que concluía: “Quizá el arte no es más que eso: una ilusión y una emoción que no es fruto de la vergüenza. Una liberación, aunque nunca del todo alcanzada sin cierta locomoción celeste”. Que así sea, Paco.
Babelia
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