El valor en la despedida
Le gustaban esas efemérides que ponían de relieve al museo, pero del que casi nadie se acuerda si no se celebra algo
La muerte llega de improviso, inesperadamente, así la describen tantos y tantos artistas, cineastas y escritores en sus obras, aunque la estemos esperando. El pasado lunes 5 de noviembre, en un acto en el Museo del Prado, terminé mi presentación ante Francisco Calvo Serraller citando el El triunfo de la Muerte de Pieter Bruegel, el Viejo. No estaba en mi texto escrito y estuve dudando hasta el último minuto si hacer referencia a ese cuadro de terrible mensaje, o si era mejor callarme, porque todos sabíamos que su fin estaba cerca, como él mismo también sabía. Citar esa obra en la que suenan los tambores de la muerte ante su presencia frágil, casi exánime, parecía terrible por mi parte.
El valor de una persona, sin embargo, se ha juzgado siempre por la entereza ante la muerte, por subir las escaleras del patíbulo sin derrumbarse, por mantenerse en pie ante el pelotón de ejecución, por poner la cabeza bajo el hacha del verdugo sin temblar. Calvo Serraller ha sido así hasta el último momento, y tengo la certeza de que captó mi referencia, por el modo en que me miró, y de que no tenía el más mínimo temor ante la puerta que iba a cruzar en breve.
Se ha ido Paco, Paco para los amigos, en vísperas de que el Museo del Prado, el gran amor de su vida, comenzara las celebraciones el próximo lunes del 200º aniversario de su apertura el año que viene. A Calvo Serraller le gustaban esas efemérides que ponían de relieve al museo, ese museo del que todos estamos muy orgullosos, pero del que casi nadie se acuerda si no se celebra un hecho especial. Cuando llegó a la dirección del Prado, en el otoño de 1993, una de sus primeras decisiones fue la de que debíamos celebrar el 175º de su fundación. El Prado tiene su sede en un edificio histórico y monumental, tiene unas colecciones que ahora todos admiran por su singular riqueza y calidad, pero muy pocos se acuerdan en realidad de quiénes trabajaron por preservarlo, cambiarlo y engrandecerlo desde sus mismos inicios. Calvo Serraller ha sido uno de ellos.
Estuvo en la dirección del Prado muy poco tiempo, apenas 150 días, hasta mayo de 1994, ese año del aniversario que él quiso celebrar y que no llegó a ver cumplido. Siempre entendí, desde su nombramiento como director, que su llegada al museo fue demasiado temprana, que de algún modo su amor por esa institución y sus ideas renovadoras no cuadraban con los intereses de una sociedad que aún no había logrado dar el paso hacia la cultura profunda que representa un museo, y, más aún, un museo como el Prado.
Tampoco sus estructuras administrativas eran entonces las adecuadas para que él pudiera cambiarlas. Su salida silenciosa, sin agarrarse al sillón, fue trágica, como tantos aspectos de su vida, pero fue de los pocos que se fue sin más, sin querer honores y otras dignidades, aunque siguió siendo —desde la sombra de su amistad por algunos y por su dedicación a la Fundación de Amigos del Museo del Prado— unos de esos entes tutelares que ha tenido el Prado desde sus inicios.
Era fácil seguir el hilo de sus ideas en la originalidad de los ciclos de conferencias de su dirección o en la rareza inimitable de algunas exposiciones que parecían salir de su sensibilidad única y de su inteligencia privilegiada. Ahora que se ha ido, le recordaré siempre parado ante El jardín de las delicias del Bosco, en la exposición de hace unos años sobre este artista singular, pasando su mirada de un lugar a otro de esa enigmática pintura. Tal vez la había comprendido ya en todo su misterio.
Manuela Mena es jefa de Conservación de Pintura del siglo XVIII y Goya del Prado.
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