Vance Joy, el triunfo (o triunfito) de la alegría sosa
El ídolo australiano se muestra en su debut español como un artista aseado, pero previsible
Preparativos para la vida adulta. Cualquier muchacho o muchacha en torno a los treintaypocos se sentiría la noche del jueves terriblemente avejentado y vetusto en la madrileña sala Kapital, donde el común de los asistentes habrá pasado solo una o dos veces por comisaría para renovar el DNI. Así son las cosas cuando quien debuta sobre un escenario español es Vance Joy, un recién llegado popularísimo o perfectamente desconocido en función de si la consulta se la eleva usted a su sobrina o a los padres del sobrino.
Aclaremos que Joy —la Alegría como apellido artístico, más allá de que el Keogh original sea malo de memorizar— milita entre los millenials casi por los pelos (rizados), puesto que un chaval de 1987 aún coqueteó por el Messenger antes que en el Tinder. Pero ese acercamiento querúbico a la canción de autor, esa sonrisa nívea que resplandece desde el más recóndito de los rincones de Instagram, son ideales para la edad de la inocencia. Esos años en los que todos los ídolos resultan adorables hasta que otros, quizás aún más sonrientes, nos los borran de la memoria.
Vance es apuesto, espigado, cordial y embaucador, si por tal hemos de traducir sus esfuerzos por ensalzar la siesta como la gran aportación española a la cultura internacional. Y es, dejémoslo claro, un buen músico. Nos puso Happy Together (The Turtles) a toda pastilla para que fuéramos sintonizando con las ondas de la beatitud antes de irrumpir en completa soledad, sin remilgos ni titubeos, con Call if You Need Me, una muestra preclara de su solvencia con el arpegio y la firmeza de una garganta que acabará saltando sin apuros a la octava superior. El problema sobreviene con la descorazonadora sensación de que podríamos pronosticar cada acorde venidero con un exiguo margen de error, de que la corrección en las formas proviene de un concepto de la trova como fabricación en serie.
Da rabia que así sea, porque el fotogénico mocetón de Melbourne puede sugerirnos un Ed Sheeran con menos jengibre en la cabellera o un Passenger en versión lampiña, y no son malas tales referencias; más aún si pensamos que, compartiendo franja generacional con los reguetones, los tanganas, el electrolatino y demás tormentos de curso legal, todo podría ir a peor. Aporta incluso el australiano la agradable sorpresa de su dúo de metales, como si quisiera adaptarse en pequeñito al universo de Mumford & Sons. Pero al final todo resulta estar tabulado. No hay meandros, arrugas, vaivenes; solo el bombo de la batería marcando un cuatro por cuatro con golpe seco e imperturbable.
Por encima de la media queda Georgia y ese desarrollo arpegiado que, poniéndole un poco de buena voluntad, puede remitirnos a los tiempos dulces de Tracy Chapman. O la versión de All Night Long, de Lionel Ritchie, a la que el porte acústico le insufla mucha gracia. Lo malo es que en estos casos la irrupción del ukelele siempre es solo cuestión de tiempo. La conexión hawaiana acaba materializándose con ocasión de Saturday Sun, que, por supuesto, nada tiene que ver con Nick Drake. Bien pensado y, por lo que pudiera pasar, casi mejor.
Para la traca final dejó el rubiales los dos platos fuertes: Lay it On Me, que está francamente bien (aunque comparte códigos armónicos y rítmicos con Stolen Dance, de Milky Chance) y Riptide, ese éxito iniciático que le sirvió para demoler muros y dinamitar los contadores de escuchas digitales, no muy lejos ya de los 1.000 millones. Tiene algo este Joy de ídolo para triunfitos, de guapetón aseado y con talento en ciernes. Lástima que la alegría resulte tan sosainas en sus labios. Tanto como para que los 63 minutos de su primer concierto español fueran de las mejores noticias de la noche.
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