Ideas para la vida
Frente al engaño de la autoayuda y los grandes sistemas del pasado, la filosofía actual aborda desde la práctica los problemas de nuestra era
En cierto sentido, andar distinguiendo entre filosofía práctica y filosofía sin más (“a palo seco”, habría dicho Javier Muguerza) tiene algo de inútil por redundante. Desde siempre la filosofía se pensó a sí misma como forma para dar cauce a los estupores y perplejidades que causaba la vida cotidiana y, en lo posible, proporcionar herramientas para solucionarlos en caso de que resultaran problemáticos. Buscó en muchos momentos, eso es cierto, dichas herramientas en el ámbito de la abstracción más elevada o incluso de la especulación más abstrusa, pero no para quedarse a vivir ahí, sino siempre con el propósito y la voluntad de terminar regresando a la realidad más inmediata.
Análogamente, la preocupación por distinguir entre filosofía práctica y lo que se suele denominar autoayuda no deja de ser fruto de un malentendido. Por supuesto que de muchas filosofías cabe predicar su voluntad de ayudar a los hombres ante las dificultades de todo orden que se les van planteando. Eso no tiene nada de malo. Lo malo, si acaso, es la charlatanería que en muchas ocasiones gusta de presentar como ayuda (incluso auto) lo que no son sino recetas vacías, insustancial pirotecnia sin el menor fundamento teórico (tipo “hoy es el primer día del resto de tu vida” y similares).
Los libros comentados a continuación ejemplifican bien a las claras la mencionada voluntad práctica de la filosofía, materializada de la manera que le es propia, a saber, a través de las ideas. Pero no de cualesquiera ideas, sino específicamente de esas que necesitamos para organizar nuestro tráfico con el mundo y para alcanzar el adecuado cumplimiento de nuestras vidas. Cada uno de esos libros pone el foco de la atención sobre un aspecto determinado que, según su autor, es el que resulta más relevante a efectos prácticos.
Libres pero frustrados
Aunque busque soluciones en la abstracción, el pensamiento es una forma de dar cauce a las perplejidades cotidianas
El libro de Alain Badiou, ilustre heredero de Louis Althusser, lleva un título en cierto modo provocador (“la verdadera vida” es expresión de Rimbaud). Valdrá la pena recordar que, desde sus orígenes en la antigua Grecia, la cuestión de la vida buena ha ocupado un lugar central en la filosofía. Ahora bien, la forma en la que se ha ido declinando tal cuestión ha ido variando a lo largo de la historia, y es obligación del filósofo hacerse cargo de dicha variación. Cuando en nuestros días Badiou se dirige a los jóvenes lo hace desde un doble convencimiento. De un lado, el de que, como nos advirtiera Sócrates, para conquistar la verdadera vida hay que luchar contra todos los prejuicios, la obediencia ciega o las costumbres injustificadas, a sabiendas de que los defensores del orden establecido acusarán al filósofo que anima a los jóvenes a actuar así de intentar corromperlos. Del otro lado, el de que esa invitación a inventar que plantea el pensador francés se desarrolla en un mundo distinto al de antaño, que propicia la desgarrada situación de que, siendo la juventud actual más libre que la de antes, también tiene la intensa sensación de que sus expectativas han disminuido en comparación con las de las generaciones precedentes.
La depresión como símbolo
La sociedad del cansancio intenta describir, desde un determinado ángulo, más que el origen, la fenomenología de esta generalizada percepción. Utilizando como hilo conductor de su discurso una metáfora, la del cansancio, el filósofo coreano describe con agudeza los efectos que sobre nuestro estado de ánimo provocan las transformaciones sufridas por esta sociedad en las últimas décadas. El triunfo del capitalismo, el abandono de la idea de que pueda ser sustituido por otro orden económico, ha generado una percepción naturalizadora de lo existente. Ahora, respecto a lo que hay solo cabe acomodarse, adaptarse o, de lo contrario, hacerse a un lado. De ahí que Byung-Chul Han —a mi juicio el Bauman del siglo XXI por lo que hace a la agudeza y brillantez de sus análisis de las transformaciones del mundo contemporáneo— acabe afirmando que la depresión representa la enfermedad mental emblemática de la época que estamos viviendo.
Una moralidad global
¿Con qué valores desenvolverse en un mundo así? viene a ser la pregunta que se plantea Michael Ignatieff en su libro Las virtudes cotidianas. Alguien podría pensar que, en tiempos de globalización, venimos abocados, o bien a una proliferación multicultural de criterios morales que acabe desembocando en un relativismo bobo (Ernesto Garzón dixit), fronterizo con el escepticismo, o bien en la hegemonía de los valores de la cultura dominante, cuyas élites reivindicarían en exclusiva para sí el rasgo de la universalidad. Frente a ambas opciones, el ensayista canadiense constata que el lenguaje moral con el que se identifica la mayoría de la gente en diversas partes del mundo (sus conclusiones las ha extraído de conversaciones con habitantes de las favelas, sudafricanos que viven en chozas, granjeros japoneses o monjes en Myanmar) es el de las virtudes cotidianas como la tolerancia, el perdón o la confianza.
Adiós a las utopías
No faltarán, sin duda, aquellos a los que este planteamiento les sabrá a poco, añorantes como probablemente se sientan de los grandes esquemas de diverso orden (no solo moral, sino también social, político o económico) capaces de dar cuenta en un solo trazo de la totalidad de lo existente. A este género pertenecían, sin duda, los relatos utópicos. Pero, nos señalaba Zygmunt Bauman en el que fue su último libro, Retrotopía, si algo caracteriza a nuestro tiempo es precisamente que las utopías, incluso las de más baja intensidad, parecen haber quedado atrás, como parecían certificar precisamente aquellos jóvenes estudiantes (también, ay, parisienses) que hace pocos años gritaban por las calles de su ciudad “¡queremos vivir como nuestros padres!”.
El futuro de la democracia
Pero ninguna generación va a vivir ya, definitivamente, como la anterior. Entender el presente y atisbar el futuro (¿hay algo de lo que tengamos más necesidad y, por tanto, más práctico?) pasa por asumir que esa formidable fuerza productiva que denominamos el complejo científico-técnico no solo va a transformar radicalmente el mundo, sino también a todos nosotros, o a quienes sea que ocupen nuestro lugar. Aquellos que vivirán peor (o mejor, aunque esto último parece dudoso) serán otros seres, a los que probablemente convenga la denominación de poshumanos, por atender a la sugerencia de Rosi Braidotti. En todo caso, y entretanto ello no llega, la recomendación de Martha Nussbaum no puede resultar más pertinente en el contexto de lo que estamos hablando. Porque si acordamos que la mejor manera de vivir juntos es en democracia, también la democracia, sostiene la pensadora norteamericana en su Sin fines de lucro, necesita de la filosofía.
A la vista de todo lo planteado hasta aquí, no queda más remedio que concluir que la sentencia clásica según la cual “nada hay más práctico que una buena teoría” debería completarse añadiendo algo parecido a esto: “… y nada (auto) ayuda más que una buena filosofía”.
Lecturas recomendadas
La verdadera vida. Alain Badiou. Traducción de Adriana Santoveña Malpaso, 2017. 128 páginas. 16,50 euros.
Retrotopía. Zygmunt Bauman. Traducción de Albino Santos Mosquera. Paidós, 2017. 176 páginas. 15,95 euros.
Lo posthumano. Rosi Braidotti. Traducción de Juan Carlos Gentile Vitale. Gedisa, 2015. 256 páginas. 20,50 euros.
La sociedad del cansancio. Byung-Chul Han. Traducción de Arantzatzu Saratxaga Arregi. Herder, 2012. 120 páginas. 12,00 euros.
Las virtudes cotidianas. Michael Ignatieff. Traducción de Francisco Beltrán Adell. Taurus, 2018. 336 páginas. 22,90 euros.
Sin fines de lucro. Martha Nussbaum. Traducción de María Victoria Rodil. Katz, 2010. 199 páginas. 16,50 euros.
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