El crimen racista que resolvió el creador de Sherlock Holmes
Un libro recupera el caso del que Conan Doyle hizo bandera: una falsa acusación de asesinato sobre un inmigrante judío que pasó más de 18 años de trabajos forzados
Justo antes de la navidad de 1908 Miss Gilchrist, una anciana millonaria de Glasgow, es brutalmente asesinada. Una de las joyas que guarda en la casa ha desaparecido. En unas horas Oscar Slater, un inmigrante judío que había llegado seis semanas antes a la ciudad, es detenido y acusado del crimen. Semanas después, en un juicio rápido y tras setenta minutos de deliberaciones, el jurado le declara culpable y es condenado a muerte, sentencia que después se cambia por una de cadena perpetua y trabajos forzados en Peterhead, lo más parecido a gulag victoriano.
El proceso, conocido entonces como el caso Dreyfuss en Escocia, estuvo plagado de irregularidades y la sentencia se dictó basada en pruebas circunstanciales (contra las que, por cierto, el propio Holmes brama en más de una ocasión). En una semana la policía había llegado a la conclusión de que no podían condenarlo, pero siguieron adelante. Los juicios de la época no requerían la carga de pruebas que llegó después cuando se desarrollaron métodos más rigurosos y científicos. Ahí, Doyle fue un precursor: huellas, cenizas o lectura de posos ya estaban en las novelas de Holmes antes de llegar a la realidad del trabajo policial.
El asunto, nombrado de pasada en casi todas las biografías de Conan Doyle, es el protagonista de Conan Doyle for the Defence, un sobrio y divertido relato de la lingüista y escritora estadounidense Margalit Fox. Antigua redactora de obituarios en The New York Times, Fox se aleja de la narración estrictamente histórica de hechos más o menos conocidos para adentrarnos en un thriller real que empieza con la aparente resolución del caso en la introducción y el primer capítulo para sugerir después que la señora Gilchrist sabía una semana antes de ser asesinada que iba a morir. Y hasta aquí vamos a contar.
Doyle, amante de las causas perdidas (intentó ser parlamentario en dos ocasiones sin éxito, denunció las atrocidades belgas en el Congo, defendió al abogado angloindio George Edolji y, sí, era un adalid de los poderes del espiritismo) se suma a esta en 1912 con un impulso inagotable. Obsesionado con un caso que ocupó una parte considerable de su tiempo y sus energías en las dos últimas décadas de su vida, el escritor escocés luchó contra lo que calificaba de “un vergonzoso montaje en el que la estupidez y la deshonestidad fueron responsables a partes iguales”.
Se puede decir que si Slater no murió en la cárcel fue en gran parte gracias al escritor. En 1925, el preso consigue hacer llegar a Doyle una carta esencial para el proceso transportada en el hueco de la dentadura de un William Gordon, un reo que iba a ser liberado. ¿Y por qué no se lo contó? Sencillo: en Peterhead estaba prohibido hablar bajo penas durísimas.
Slater quedó en libertad en 1928 tras un proceso de apelación en el que Doyle usó la lógica para ir desmontando todos los argumentos, irrisorios, de la acusación. Nadie devolvió a Slater las dos décadas de maltratos y las miles de horas picando piedras (literal) en una prisión infernal, pero cierta justicia se restituyó por una vez. El crimen no era de la categoría de Holmes, que se habría aburrido hasta la muerte con un montaje tan burdo, pero fue la gran causa ganada en la vida de Arthur Conan Doyle.
Babelia
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