Inmune a ese tipo de humor
Con 'Tiempo después', de José Luis Cuerda, la expresión de Buster Keaton no se altera en mi rostro
Siendo un nefasto lector de guiones, un imprudente amigo que iba a producir una película de José Luis Cuerda se empeñó en que me deleitara con el de Amanece que no es poco. Me pareció sorprendente y surrealista, había cosas que me hacían gracia y otras menos, no imaginaba ese material transformado en imágenes. El resultado constituye para un público variado, incluidos los espectadores jóvenes y los modernos de cualquier época, su película favorita, un disparate imaginativo y genial, un colocón, una referencia de culto, esas cositas tan lúdicas. Para mi desgracia, no participé de esa euforia y tampoco la he revisado, pero recuerdo que en algún momento me afloró la risa.
Con Tiempo después me llegan informaciones previas de que su universo es fraternal con el de Amanece que no es poco. Y, como lo que más agradezco en la vida y en el cine es divertirme, espero pasar un buen rato, sentirme cómplice del humor, la irreverencia y la vocación esperpéntica de su director. Pero no hay forma; al final de su metraje sigo esperando a Godot, la expresión de Buster Keaton no se altera en mi rostro. Y los chistes políticos, religiosos, filosóficos, sociológicos son indesmayables y acelerados en boca de personajes con trazo surrealista y vocación de absurdo. Es un ejército de parados y famélicos que se niegan a la sumisión y que, lógicamente, pierden su batalla exclusivamente dialéctica contra la representación del poder, encabezada por militares, burócratas y un rey emparentados con el delirio. Pero constato con infinita envidia que las carcajadas son frecuentes e interminables en gran parte de la sala, que, a lo peor, si me aburro tanto con esos personajes, diálogos y situaciones tan presuntamente hilarantes, algún psiquiatra debería aclararme y curarme mis carencias, patéticas limitaciones. El problema debe de ser mío y no de una película (sospecho que otra vez de culto) que sus feligreses colocarán en los altares de su deleite. Que la disfruten eternamente.
John Le Carré construyó un mundo fascinante, tenebroso e imperecedero centrado en el espionaje durante la Guerra Fría. Algunos de sus protagonistas eran los topos, agentes captados por el M16 británico y el KGB en una batalla implacable, sin reglas, para lograr información. El Kremlin hizo modélicamente su labor captando a un selecto grupo de gente procedente de Cambridge y de Oxford. La película La espía roja habla de esa gente. Y está centrada en la historia real de una física que trabajó en la fabricación de la bomba atómica y que, al constatar sus devastadores efectos, le pasó información sobre ella a los rusos, en su humanista convicción de que ningún país volvería a lanzarlas si los enemigos también poseían su fórmula.
Por desgracia, lo que Le Carré narró de forma apasionante, con gran literatura, aquí está descrito de forma convencional, abusando hasta el mareo de la música, con interpretaciones débiles. A pesar de ello, no te ocurre nada malo por verla y oírla hasta el final, aunque se te olvide rápido. Y posee el atractivo de que aparezca (menos de lo que yo quisiera) en ella la formidable actriz Judi Dench, esa anciana bajita con expresividad portentosa. Junto a Helen Mirren, es una de las mejores cosas que le quedan al cine inglés, al cine a secas.
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