La comicidad de una tragedia
No cabe duda de que la película siempre es interesante, pero su mezcla no acaba de cuajar
El cine americano siempre se ha movido bien en la sátira política. Conscientes de que los entresijos del poder tienen tanto de dramático como de ridículo, no pocos directores se han adentrado en la labor de gobernantes y aspirantes para sacar de su interior y de su exterior, de sus ideales y de sus acciones, incluso de sus accidentes, lo más risible de la condición humana. Normalmente ficciones, desde El gran McGinty (Preston Sturges, 1940) hasta Silver city (John Sayles, 2004) pasando por El candidato (Michael Ritchie, 1972), pero siempre con los suficientes paralelismos con profesionales de cada época, como para que el espectador avezado pudiera ejercer de adivino respecto de las cuitas de cada uno de ellos y sus posibles espejos en la realidad.
EL ESCÁNDALO TED KENNEDY
Dirección: John Curran.
Intérpretes: Jason Clarke, Ed Helms, Kate Mara, Bruce Dern.
Género: drama. EE UU, 2017.
Duración: 107 minutos.
Cuando se estrenó Silver city, lo obvio era fijarse en las concomitancias de su más bien ignorante protagonista con George W. Bush, pero apenas se habló de las semejanzas en variados aspectos con alguien que, por entonces, también estaba en plena carrera, el senador Ted Kennedy: la aparición de un cadáver en las aguas de un lago; la figura castradora del padre, y el comité asesor dirigido por alguien casi de la familia. Entonces era difícil, con el (pen)último de los Kennedy aún vivo y ejerciendo, pero tras su fallecimiento en 2009, y sobre todo tras el decaimiento del poder familiar, quedaba vía libre para la traslación a la pantalla del famoso suceso de Chappaquiddick, precisamente el título original de la aquí rebautizada como El escándalo Ted Kennedy.
El problema es que John Curran, director del evento, y de obras excelentes como Ya no somos dos (2004) y El velo pintado (2006), no se ha atrevido a jugar del todo con la sátira y la comicidad, y las variaciones de tono de su película, demasiado esquinadas, rebajan las posibilidades de una historia real que tiene tanto de trágico como de patético. Así, el papel estelar de villano se adjudica al patriarca de los Kennedy, el durísimo Joseph Patrick, padre de Joseph P., muerto en acción militar durante la II Guerra Mundial, John Fitzgerald, asesinado siendo presidente, Robert, asesinado cuando aspiraba a la candidatura a la presidencia, y Edward Ted, el “gordito y acomplejado hermano pequeño”, que la cagó una noche cuando tras un accidente de coche junto a una mujer que no era su esposa, ella murió ahogada en un río, él salió ileso y además intentó tapar el asunto de la peor manera.
No cabe duda de que la película siempre es interesante, y además se mantiene muy bien el punto de vista en un suceso sin respuestas concretas, pero la mezcla de la trágica maldición de los Kennedy con las extravagantes horas posteriores, directamente cómicas en las secuencias con los fontaneros del poder, comandados por Robert McNamara, no acaba de cuajar. Un desvarío tonal que se acrecienta por la remilgada dirección de Curran, sumando pompa a lo que, en la base, quizá era únicamente farsa.
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