J. P. Donleavy no es J. D. Salinger
Hace un año que un clásico del humor absurdo al que hoy solo recuerda Jay McInerney
En tres días hará un año que murió J. P. Donleavy. J. P. Donleavy no es en absoluto tan conocido en España como lo era Tom Wolfe. Ni, por supuesto, como lo fue Philip Roth, o como lo es Thomas Pynchon. Tampoco fue lo suficientemente conocido ahí fuera como para protagonizar libros de Frédéric Beigbeder, como J. D. Salinger – recuerden su amoroso y olvidado Oona y Salinger –. Quizá su fama podría equipararse a la de otro irlandés igualmente decidido a reírse de todo, hasta de los Hombres Bicicleta: Flann O'Brien. ¿Era J. P. irlandés? No, pero lo parecía. James Patrick nació en Brooklyn y pudo tener una existencia envidiable, pero llegó la Segunda Guerra Mundial y lo fastidió todo, incluida su posible existencia envidiable. James Patrick, como su Sebastian Dangerfield, recogió sus bártulos en algún momento – tampoco tenía demasiados – y se mudó a Irlanda, donde pasó buena parte de su vida. De ahí que de Irlanda hablen (casi todas) sus novelas. Entre ellas, la prohibida y divertidísima El Hombre de Mazapán.
Publicada originalmente en 1955, El Hombre de Mazapán es un clásico del humor absurdo y poderosamente picante. Cuenta la historia de un estudiante que jamás estudia, que no hace otra cosa que intentar acostarse con cualquiera que se cruza en su camino, escribirse cartas con su amigo el aspirante a chef virgen Kenneth, beber más de la cuenta y suspirar por un trozo de pollo o un huevo frito. Sí, Dangerfield, así se llama el tipo, podría ser el antepasado más claro de Henry Chinaski, uno que no escribiera ni vomitara, pero que malviviera y que hiciese frente a diario a situaciones de lo más ridículas. La novela, cuya voz, mutante – salta de la primera a la tercera persona –, podría ser hija bastarda de un improbable cruce entre Joyce y Rabelais, tiene también, por cierto, una historia de lo más ridícula, y solo Jay McInerney, el miembro menos afortunado de la brat-pack (la microgeneración formada casi en exclusiva por él mismo y Bret Easton Ellis), la recuerda.
Donleavy estaba a punto de tirar la toalla – nadie parecía querer la novela, demasiado verde para todo el mundo, allá por 1955 – cuando Olympia Press, el sello parisino que publicaba a Samuel Beckett y a Henry Miller, dijo que la quería. Pero no dijo para qué. Cuando James Patrick descubrió, el ejemplar ya impreso, las copias en las librerías, que su querida y, también, dolorosa, novela, había ido a parar a la colección pornográfica de la pequeña editorial, hizo pedazos el ejemplar que había recibido y juró que vengaría su suerte. Así, pasó los siguientes 20 años demandando, desde su propia compañía fantasma – The Little Someone Corporation –, a Maurice Girodias, a quien llegó a comprarle la editorial cuando, tras declararse en bancarrota, la puso a la venta.
Delirios al margen, puede que Donleavy no haya protagonizado libros de Beigbeder, pero hizo un cameo glorioso, como secundario admirado, como latente leyenda del periodismo, en la también rabiosamente absurda y brillante Luces de neón, primera novela del que, al parecer, es su único fan ilustre vivo, McInerney. Aquí, seguirá sin ser ni remotamente conocido, por más que se le tenga como un genio del horror y la burla en todas partes. En tres días hará un año que murió J. P. Donleavy sin que nadie, aquí, se enterara. No se escribieron obituarios, no se le dedicaron unas líneas. Se fue, Donleavy, como los frágiles tipos con aspecto de bizcocho de los que hablaba. Es lo que tiene la fama, querido James. No importa lo que hayas brillado si nadie te ha visto hacerlo.
Babelia
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