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BEBERSE EL VERANO
Columna
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Cocodrilos, ‘gin-tonics’ y mosquitos

En ambas orillas del Ganges se extendía Calcuta con la vida a ras de la muerte

Manuel Vicent
La escritora Karen Blixen, que usaba el seudónimo literario de Isak Dinesen.
La escritora Karen Blixen, que usaba el seudónimo literario de Isak Dinesen.The Granger Collection, New York / The Granger Collection / Cordon Press

Cuando en 1783 el relojero alemán Johann Jacob Schweppe inventó el agua carbonatada, que lleva su nombre, estaba lejos de imaginar que ese refresco llegaría un día a asociarse con el imperialismo británico, puesto que la tónica actual surgió al añadirle quinina como profilaxis contra la malaria, una enfermedad endémica en las colonias inglesas de las zonas tropicales de Asia y África. Con el tiempo, alguien bautizó la tónica con ginebra y creó un cóctel que hoy ha desbancado al whisky en las barras más elegantes, donde a la hora de preparar el gin-tonic cualquier barman esnob presume de conocer por sus nombres más de una docena de tónicas y de otras tantas formas esotéricas de combinar el limón y diversas especias con el alcohol. Si hay que añadirle más literatura puedo describir algunos gin-tonics que he tomado en los lugares donde lo hicieron los colonialistas ingleses durante un par de siglos para combatir al mosquito Anopheles, trasmisor de la malaria.

1. Navegando en una barcaza por las aguas del río Zambeze, infestadas de cocodrilos, entre Zambia y Zimbabue, cerca de las cataratas Victoria, recuerdo que en la cubierta bajo la toldilla un grupo de amigos discutíamos con un gin-tonic en la mano sobre el lugar exacto de África en el que un mono se puso de pie. Estábamos en eso cuando desde una orilla un cocodrilo de cuatro metros o más se acercó hasta tocar con la boca entreabierta un costado de la embarcación como si estuviera interesado en nuestra disputa. La presencia de aquel cocodrilo introdujo un fascinado horror en la conversación. Como lo bueno del gin-tonic es que te permite frivolizar impunemente sobre cualquier tema, dije que la voracidad de aquella fiera estaba incluida en el precio de algunos bolsos que se exhiben en los mejores escaparates; en cambio, su crueldad era una forma que tomaba la inocencia. El cocodrilo pareció despreciar esta idea, se dio la vuelta y volvió a la orilla.

2. Durante las horas de travesía por el Ganges, llevaba en la memoria el olor a carne quemada que emergía de las escalinatas de algunos templos y la visión de los saltos que daban los monos sobre las piras en las que ardían los cadáveres, algunos perfumados con sándalo. En ambas orillas del Ganges se extendía Calcuta con la vida a ras de la muerte. ¿Podía aquel gin-tonic tomado a bordo obligarme a olvidar el dolor de la gente? La humanidad en Calcuta olía a un dulzor fermentado y las aguas del Ganges de color del limón podrido se llevaban río abajo mi sorpresa de estar vivo y no sentirme culpable.

3. Después de pasar varios días en el Serengueti y en la reserva de Masai Mara, al final todos los felinos me parecían ángeles y a los monos babuinos los consideraba ya como hermanos. A la caída de la tarde, los viajeros en las terrazas de los albergues exponían el rostro con los ojos cerrados al último sol que moría detrás de las verdes colinas. Al llegar a Nairobi pregunté, como es lógico, por la granja de la escritora Karen Blixen, situada a 15 millas de la ciudad, y allí me encontré a varios Robert Redford y a varias Meryl Streep con salacot, vestidos de caqui, que se creían protagonistas de las Memorias de África.

En los salones del club Muthaiga vagaban aún los fantasmas de los antiguos y ricos colonos con sombreros blancos y pamelas de paja dulce, que celebraban bailes de sociedad para cruzar a sus vástagos en bodas de conveniencia. En el bar del hotel Norfolk, después de los safaris los aventureros, cazadores de elefantes y traficantes de marfil, como salidos de Mogambo, contaban historias de leones y mosquitos. En la terraza del bar New Stanley había una enorme acacia que se había convertido en el puesto de correos más sofisticado del centro de África. El tronco estaba cubierto con centenares de mensajes escritos en pequeños boletos clavados con chinchetas. “Liza, te espero en el café Glacier de Marraquech”. “Te veré en Nueva York, Frank”. “Supe que volvías a Nairobi, Mary Ford, te esperé aquí el sábado. Voy a Malí. Estaré de vuelta el 15 de mayo. Te esperaré aquí a media tarde con un gin-tonic”. El principal icono de Kenia es el cráneo del primer mono que se puso en pie hace dos millones de años en el valle del Ritt. Se trata de una sonriente calavera, que se conserva en el museo de Nairobi. En honor de aquel mono curioso que se irguió por primera vez sobre dos patas para ver el horizonte, me tomé el último gin-tonic a la sombra de aquella acacia.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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