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¿QUIÉN REGARÁ LAS PLANTAS?
Columna
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Carpintería de ribera

Mientras visitaba el taller me di cuenta de que, como es habitual entre los urbanitas, había idealizado la vida rural

Eva Vázquez (EL PAÍS)

Siempre que viajo fantaseo con mudarme al destino que visito. Miro a las personas que pasean por la calle y me imagino siendo ellas. A veces me gusta lo que veo, otras no; otras me deprimo viendo caras tristes y parques feos y doy gracias por vivir en el distrito centro de Madrid. Hace unos días, estando de vacaciones en Ribadeo, Galicia, una anciana le dijo “Hola, pitín” a mi hijo en una tienda. El acento de la mujer me resultó cálido, como una estufa de leña, y pensé que podría estar bien mudarse allí, cerca de aquella voz.

Es fácil imaginarse viviendo en Ribadeo porque hay una casa de indiano enorme abandonada en la plaza más grande del pueblo. El edificio en ruinas se llama Torre de los Moreno y creo que todos los viandantes que nos hemos detenido alguna vez delante de su fachada vieja hemos fantaseado con reformar la casa y mudarnos allí. Es más sencillo imaginar frente a una torre antigua con las ventanas rotas que junto a un edificio de pisos moderno en donde no hay apenas pistas sobre cómo puede ser la vida en su interior.

La mañana en la que conocí a la anciana con voz de estufa decidí que, cuando me mudara a esta villa gallega, situaría mi despacho en la cúpula de la torre para trabajar con vistas a la ría del Eo. Por las tardes, cuando me cansara de escribir, saldría a navegar a vela con mi marido y con mi hijo en un barca de madera. Estos últimos pensamientos los debí de compartir en alto porque el señor que estaba sentado a mi lado en un banco en la plaza de España, me sugirió que visitara El Esquilo, cerca de Castropol, que ahí encontraría el astillero.

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Mi marido, mi hijo y yo fuimos en coche hasta la carpintería de ribera que estaba al otro lado de la ría, en Asturias. “¡Qué bonito!”, decíamos, “¡construir barcos con las manos!” Y me imaginé reformando una casa abandonada envuelta en enredaderas que había muy cerca del astillero. Cuando llegamos al taller no vimos a nadie, sólo un mono de trabajo azul colgado de un gancho al lado de un bote de madera. Volvimos a pasar por el astillero unas horas más tarde y vimos a Martín, el carpintero, limpiando un barco. “¡Siempre quieren arreglar los botes en mitad de agosto! Que si a uno se le rompió un remo, que si al otro se le partió el mástil, que si no sé quién se dio un golpe con no sé quién… y ando… que ni estoy en el taller ni estoy fuera.” Martín nos enseñó la carpintería que había fundado su abuelo y las cicatrices que tenía en las manos de trabajar la madera.

Dentro del taller, el bebé, mi marido y yo estuvimos mirando con Martín el bidón en donde se hierve el agua en la que se sumergen las tablas de iroko para construir los botes. La madera sólo se puede trabajar mientras está caliente porque si se enfría, deja de ser maleable y se quiebra. “Me cuesta encontrar tablones largos, tablones curvos y puntas rugosas para clavar la madera”, nos contó el carpintero. “Me gusta mi trabajo, pero hay días en los que me desespero intentando conseguir lo que necesito. ¡Pierdo horas al teléfono con los proveedores! Esto se acaba porque los materiales que necesito para trabajar se están acabando”, nos confesó.

Mientras visitaba la carpintería de ribera me di cuenta de que, como es habitual entre los urbanitas, había idealizado la vida rural. Creía que ser artesano era una vocación, pero Martín me confesó que él querría haber sido capataz forestal. Preparó las oposiciones, pero como estuvieron dos años sin convocar plazas, al final se quedó trabajando con su padre y con su tío en el astillero. Esto fue hace veintitrés años. A Martín le gustaría que la carpintería siguiera abierta mucho tiempo, pero si el gobierno asturiano no considera su oficio como bien de interés cultural, como sí lo es en Galicia, por ejemplo, éste desaparecerá. “Ahora mismo, ya casi no trabajo para los pescadores de la zona, casi todos mis encargos son botes de recreo”. A día de hoy, el astillero de El Esquilo da un pintoresco servicio de lujo para veraneantes urbanitas como yo, que fantasean con tener un bote de vela para pasear por la ría del Eo.

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