A las orillas del Tajo
Por fin llega Lázaro a la capital castellanomanchega, donde consigue el oficio de pregonero
Cuando salieron de Salamanca, el ciego le había manifestado a Lázaro su intención de encaminar sus pasos hacia Toledo por “ser la gente más rica, aunque no muy limosnera” (“Más da el duro que el desnudo”, sentenció), quizá por lo cual, cuando también se libró del cura avaro de Maqueda que lo mató de hambre en los “cuasi seis meses” que permaneció a su servicio y casi lo remata de verdad de un garrotazo cuando le descubrió robándole pan de la arqueta en que guardaba los víveres y de cuya merma Lázaro culpaba a los ratones, éste tomó el camino de la ciudad del Tajo, desde donde escribirá, ya asentado en ella, su historia.
Antes, no obstante, habría de pasar por nuevas penalidades, como la mendicidad que hubo de practicar tanto por el camino como en la ciudad, a falta de amo (“Mientras estaba malo [de las secuelas del garrotazo que le propinó el clérigo de Maqueda] siempre me daban alguna limosna” —contará—, “más después que estuve sano (…) la caridad se fue al cielo”), o su entrada al servicio de un hidalgo al que terminaría de acabar socorriendo él, pues al hidalgo su condición le impedía pedir caridad pese a que estaba en los huesos de no comer la mayor parte de los días.
Lázaro no tardó mucho en apercibirse de ello, pero, cuando lo hizo, no lo abandonó, al contrario: “Tanta lástima haya Dios de mí como yo había de él, porque sentí lo que sentía y muchas veces había por ello pasado y pasaba cada día”. Así que el pobre pasó de pedir para él solo a hacerlo también para su mentor, que, mientras él acudía a buscar caridad por los conventos y casas ricas de Toledo o a la Tripería, que estaba donde hoy se alza el mercado y donde a veces los vendedores le daban los desechos de la casquería, se dedicaba “a papar aire por las calles” o a esperar a la puerta de casa escarbando con un palillo “los que nada entre sí tenían” para aparentar que había comido a que su criado volviera. “Dios es testigo que hoy día” —escribirá Lázaro andando el tiempo—, “cuando topo con alguno de su hábito con aquel paso y pompa, le he lástima si padece lo que a aquél le vi sufrir”. Y es que de las apariencias y de la condición social no se come.
Un fraile de la Merced “gran enemigo del coro y de comer en el convento, perdido por andar por fuera, amicísimo de negocios seglares y visitar”, que le regaló los primeros zapatos que rompió en su vida (“No me duraron ocho días, ni yo pude con su trote durar más”), un buldero —“el más desenvuelto y desvergonzado y el mayor echador dellas que jamás yo vi ni ver espero, ni pienso que nadie vio”— con el que anduvo vendiendo bulas y predicando por la comarca de la Sagra, un maestro de pintar panderos (“para molelle los colores”), un capellán de la catedral que le dio a ganar sus primeros maravedís (“Púsome en poder un asno y cuatro cántaros y un azote, y comencé a echar agua por la ciudad”) y un alguacil con el que aguantó muy poco “por parescerme oficio peligroso: mayormente, que una noche nos corrieron a mí y a mi amo a pedradas y palos unos retraídos” fueron sus siguientes amos hasta que “con favor que tuve de amigos y señores” consiguió tener un auténtico oficio, el de pregonero, en cuyo ejercicio está cuando escribe su historia. “Fue el mesmo año que nuestro victorioso Emperador en esta ciudad insigne de Toledo entró y tuvo en ella Cortes, y se hicieron grandes regocijos, como Vuestra Merced habrá oído…”.
A pesar de todo ello, en la Toledo actual pocos recuerdan al Lazarillo de Tormes y ni siquiera en los sitios que cita en sus aventuras (la plaza del Zocodover, la de las Cuatro Calles, la catedral, las orillas del Tajo donde el hidalgo entretenía el tiempo y el hambre platicando con "rebozadas mujeres, de las que en aquel lugar no hacen falta"…) hay placas que las rememoren. Las infinitas tiendas de souvenirs venden a los turistas figuras de don Quijote y Sancho junto con bailarinas flamencas, toreros y las inevitables espadas y damasquinados típicos de Toledo, pero ni una sola reproducción de Lázaro (y mucho menos del Buscón, que pasó por la ciudad deprisa) ocupa sus escaparates. "Es usted el primero que pregunta por ellos", me confesó la dependienta del comercio de Maribel Raposo, fundado en mil ochocientos no sé cuántos, cerca de la catedral.
Solamente algún estudioso se interesa por su huella en la ciudad, incluso alguno, como el periodista y escritor Mariano Calvo, se ha dedicado a rastrearla por su callejero, que continúa sin muchas variaciones desde entonces: "Examinado en detalle, el texto da indicios, en nuestra opinión suficientes —escribió en un artículo del 2010—, para entender que la calle en la que se ubica la casa donde Lázaro vive con su amo el escudero no es otra que la Bajada del Barco, larga y angosta calle que recorren ambos cuando al salir de la catedral a buen paso tendimos a ir por una calle abajo…" Pero son pocos los que se preocupan por estas cuestiones. Los turistas porque las desconocen y los vecinos de Toledo porque están a otros asuntos, como sacarles el dinero a aquéllos o refrescarse a la orilla del Tajo, como hacen Javier y su perra Linda mientras él pesca barbos lejos del calor y el ruido.
En la iglesia de San Salvador, la antigua mezquita (aún conserva sus arcos árabes en un lateral) cuyo arcipreste animó a Lázaro a casarse con una criada suya, cosa que éste hizo porque "de tal persona no podía venir sino bien a favor" pese a que las malas lenguas - "que nunca faltaron ni faltarán" - le avisaron de que se entendía con su protector y de "que antes que conmigo casase había parido por tres veces", sus actuales rectores, los dos treintañeros aún, celebran la misa, entre tanto, en latín y de espaldas al pueblo como si siguiéramos en los tiempos del Lazarillo de Tormes.
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