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Madonna, soledad en la cumbre

La artista, a punto de cumplir los 60 años, es un burbujeante icono que desborda todos los patrones sobre la vigencia de las cantantes pop y su relevancia social

Diego A. Manrique
Madonna, con un diseño de Gaultier, en su concierto en el estadio Vicente Calderón, en Madrid, en julio de 1990.
Madonna, con un diseño de Gaultier, en su concierto en el estadio Vicente Calderón, en Madrid, en julio de 1990.ULY MARTÍN

Este jueves 16 de agosto, Madonna Louise Ciccone cumple los 60 años. Lo hace, profesionalmente hablando, en soledad: Michael Jackson y Prince, que al igual que ella nacieron en 1958, ya no son competencia. Una cruel paradoja: dos enemigos de las drogas callejeras que se dejaron atrapar por la potente farmacopea legal; dos genios finalmente víctimas de una implacable ética del trabajo que Madonna comparte, pero que sí ha sabido domesticar. Aparte, ella eligió mejor en el Supermercado Espiritual: la flexible Cábala en vez del milenarismo de los Testigos de Jehová.

Madonna está más allá de la cumbre. Ella patentó el modelo de estrellato que ahora mismo domina en el negocio musical: las divas (y aspirantes a divas) que alternan las baladas con las piezas bailables, responsables de espectáculos deslumbrantes, orgullosas de su sexualidad. Abeja reina de la colmena pop, Madonna otorga su bendición a Britney Spears, Christina Aguilera, MIA, Nicki Minaj y otras alumnas. Goza además de la adulación global, incluyendo el estamento académico: es presencia constante en los cursos de Estudios Culturales.

Un ejemplo reciente de esa fascinación intelectual es Bitch She’s Madonna. La reina del pop en la cultura contemporánea, obra colectiva coordinada por Eduardo Viñuela, profesor en la Universidad de Oviedo. Se trata de un libro hermoso, envuelto en una portada plateada, con un estimulante contenido que alterna reflexiones coloquiales con miradas eruditas. Exige, eso sí, cierta suspensión de las facultades críticas y la inmersión a ciegas en un universo definido por la divinidad de Madonna. Es decir, nos sitúa en el país de los fans.

1983 fue el año cero de la Era Madonna, gracias a su primer éxito internacional, Holiday. La Era Madonna exige minusvalorar a sus predecesoras, que no parecen existir en Bitch She’s Madonna, aparte de menciones a personajes dramáticos como Janis Joplin o Patti Smith. Se olvidan así de cantantes-compositoras con mundo propio y repertorio original, como Carole King, Joni Mitchell o Kate Bush. Igualmente, se prescinde de la rica tradición de las cantantes negras surgidas en los sesenta, como Aretha Franklin, Diana Ross y, ya por el lado salvaje, Nona Hendryx, Betty Davis o Grace Jones.

Madonna en una gala de premios en 2016 en Las Vegas.
Madonna en una gala de premios en 2016 en Las Vegas.JB Lacroix (WireImage)

Así, despejada de rivales, se atribuyen méritos prodigiosos a Madonna. Por ejemplo, se considera un descubrimiento único la utilización de diferentes productores en el mismo proyecto: “Ella es capaz de tener varias manos trabajando en un disco y conservar su sonido logrando que no sea dispersos, sino heterogéneo”. En realidad, se trata de una fórmula discográfica legitimada por Tina Turner a principios de los ochenta. Su “olvido” sugiere la sombra de los prejuicios sobre la edad y, desde luego, contra la imagen rockera de Turner.

Artista pop

Estamos ante uno de los puntos esenciales para entender a Madonna: es una artista pop. Repitan conmigo: pe-o -pe. Pop. Nada tiene que ver con el rock, aparte de los contactos sociales derivados de haberse movido por locales de ensayo y algunos garitos modernos del downtown neoyorquino. Puede tener amables palabras para Chrissie Hynde o Debbie Harry, aunque —si dejamos aparte los discos de Blondie en onda bailable— no se aprecian influencias.

En sus años oscuros, Madonna formó parte de abortados grupos de rock, tocando guitarra y batería, pero debemos contabilizarlos en el libro de cuentas del aprendizaje. Decidió que la democracia musical no era lo suyo y que iba para solista; tras épicas peleas, consiguió que en el estudio de grabación y en el local de ensayo se hiciera su voluntad. Estéticamente, intuía que —a pesar de la defunción oficial de la música disco— había un inmenso mercado en las pistas de baile, dinamizado por el fiel público gay.

Incluso cuando tenía todo el margen de actuación, Madonna nunca ha recurrido a las jugadas automáticas de las luminarias del rock en busca de una prórroga del partido: ni la colección de versiones ni el desenchufado ni los duetos. La única concesión han sido los discos live, a pesar de la severa reprimenda de un intérprete de la vieja escuela, Elton John, escandalizado ante su abuso del playback.

Resulta curioso que Elton, tan amante del show y los disfraces, no haya captado la especificidad de los directos de Madonna. Los suyos son espectáculos de vedete, donde priman las coreografías, los efectos visuales, las travesuras escenificadas. Una versión hi-tech de los montajes de varietés, donde las canciones son el gancho para los elementos extramusicales que construyen el personaje Madonna.

Lo que no implica descuido de la música, aunque sabemos que su elaboración no es la principal ocupación de Madonna. Su longevidad comercial obedece a su comprensión de la necesidad de novedades audiovisuales en el pop y, por consiguiente, a su fino olfato para reciclar hallazgos (relativamente) underground, aptos para potenciar una propuesta que aspira a ser mainstream, para todos los públicos.

Desde sus inicios, Madonna fue acusada de vampirizar el talento ajeno. Una obviedad: la utilización de colaboradores es su modus operandi. Tiene acceso a los productores más solicitados y ha recurrido a ellos para trabajos puntuales: Babyface, Nile Rodgers, Diplo, Kanye West, Nellee Hooper, Pharrell Williams, Justin Timberlake, hasta Prince. Con todo, prefiere a músicos de perfil bajo, con los que puede establecer lealtades de largo recorrido: William Orbit, Mirwais, Stuart Price. No hay ocasión de malentendidos: serán aparcados cuando aparezca alguien de mayor utilidad.

Esto no implica desprecio por los creadores. Todo lo contrario. Lo vemos en su faceta como empresaria, al frente de Maverick, esencialmente una discográfica y productora audiovisual, que funcionó entre 1992 y 2004. En general, los sellos a cargo de artistas no evolucionan más allá del masaje para el ego. Sin embargo, Maverick tuvo una existencia próspera: lanzó a fenómenos como Alanis Morissette y el grupo Candlebox. Madonna también rentabilizó sus rastreos por la música electrónica, consiguiendo los derechos de artistas británicos —The Prodigy, Paul Oakenfold, el citado William Orbit— para el mercado estadounidense.

Sus fichajes pudieron comprobar que su entusiasmo era genuino, aparte de contemplar el Efecto Madonna en la compañía matriz, el Warner Music Group: temerosos de sus modos imperiales, los ejecutivos cedían ante sus exigencias. Hasta que, ya entrado el siglo XXI, los contables de Warner advirtieron que las condiciones impuestas por Madonna suponían pérdidas en un mercado encogido.

Lamentablemente, ella no siempre tiene enfrente gente preparada para decir “no”. ¿Sería un pecado sugerir que se ha agriado su talante? En los ochenta, era una entrevistada ideal: juguetona, pícara, aguda. Veinte años después, se había transformado en una intimidante presencia musculada. Una mención mía a Cher, cantante que sí logró una carrera sólida en Hollywood, despertó una hiriente agresividad. Su jefa de prensa, Liz Rosenberg, me arrebató la hoja de preguntas y procedió a reventarme la entrevista. Se reían como niñas malas.

La reina de los bandazos

Los treinta años de vida pública de Madonna muestran que ha sabido romper tabúes religiosos y sexuales, sin pagar un precio excesivo por sus "escándalos". De hecho, se puede decir que vivimos en un mundo anticipado por Madonna, un planeta de voyeurs con gran tolerancia para la diversidad sexual.

Sin embargo, ha patinado cuando ha salido fuera de su zona de confort. American life (2003), teóricamente su disco político, contaba con un video lacerante, donde la guerra de Irak invadía un desfile de modas, con la presencia de un sosias de George W. Bush. Como si buscara la confrontación, el contenido se adelantó a un medio ultraconservador. Posteriormente, tal vez recordando el castigo infligido a las Dixie Chicks, hizo la comedia de retirar el vídeo (en verdad, se difundió discretamente) con lágrimas de cocodrilo: "Mi respeto para las Fuerzas Armadas, a las que apoyo y por las que rezo".

A finales de 2012, estaba preparando con el fotógrafo Steven Klein un corto para publicitar una línea de calzados y lencería. Sus socios se echaron atrás y Madonna decidió asumir los gastos y reconvertirlo en un alegato a favor de la libertad de expresión. El resultado, bautizado secretprojectrevolution (así, todo junto y en minúsculas) provoca bochorno: 17 minutos de porno chic rodado en blanco y negro; sadomaso, tortura, violencia en danza, sobre el cual se insertan arengas de Madonna en directo y pedantes citas de Sartre y Godard.

Al menos, podía escudarse en que se trataba de una improvisación (si tal concepto es compatible con Madonna). En el caso de W.E. (2011), su segundo largometraje como realizadora, se trataba de un proyecto iniciado seguramente en la época en que pretendía integrarse en la alta sociedad londinense. Pero, ah, decidió educar a sus nuevos vecinos, reivindicando al rey Eduardo VIII y a la aventurera estadounidense por la que renunció al trono, Wallis Simpson. No coló: Eduardo fue un descerebrado simpatizante del nazismo, cercano a la traición, y ella le alentó. Son manchas que ni siquiera Madonna puede limpiar.

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