Escribir las vidas ajenas
De Erasmo a Silvina Ocampo, un alud de libros recientes certifica el poder de la biografía como herramienta decisiva de las ciencias sociales y arma esencial de la reparación de la memoria
Para muchos lectores hay un placer indiscutible en conocer lo que hacía determinado personaje diez minutos antes de acostarse, un determinado día de su vida. “Si nos dejaran pasar un cuarto de hora en el estudio de Shakespeare en 1605, cómo observaríamos cada uno de sus movimientos, con qué avidez nos fijaríamos en cómo levanta la cabeza, cómo toca el borde del papel con la mano, en el ángulo que forma su espalda cuando escribe. Qué poco sabemos de la historia. El tiempo es una columna de monóxido de carbono cuyo extremo se va deshilachando como el final de una cuerda vieja y va cayendo en el olvido”, escribía Patricia Highsmith en su diario el 12 de diciembre de 1941. En palabras menos aceradas, la imagen había sido utilizada ya por Stefan Zweig en su biografía de Fouché, escrita en la plenitud de su talento, cuando subrayaba que la muerte, en 1820, del que fuera el temible jefe de la policía durante el periodo revolucionario y también napoleónico, despertó tan solo una ligera curiosidad en la sociedad francesa porque ya sobre su nombre había empezado a avanzar el olvido: “Únicamente un humo delgado y pálido de recuerdo se levanta fugazmente de su nombre extinguido y se deshace, casi sin dejar rastro, en el cielo apacible del tiempo”. Zweig todavía veía el tiempo como un cielo apacible en el cual se difumina la voluta de humo que es el recuerdo, mientras que Highsmith apunta ya el carácter destructor, corrosivo, de esa columna de humo que va a caer en el vacío y por tanto en el olvido. Ningún cielo apacible acoge la memoria humana, sometida a los vaivenes de los cambios y las mentalidades, a la incontenible pero feraz pérdida de existencia.
A menudo las ciencias sociales se han preguntado inquisitivamente si la biografía es útil, si aporta algo nuevo a la realidad y que ayude a comprenderla. Es decir, si además de constituirse en un relato capaz de complacer a sus muchos lectores poseídos por la pasión de conocer los detalles de una vida ajena, es un medio de esclarecimiento histórico o moral. Sin duda lo es, pero más allá, la biografía es, puede serlo, una herramienta de reparación de memorias de vidas dañadas por toda clase de razones. Cuando Stefan Zweig escribió su magnífica biografía de María Antonieta cambió la percepción que se tenía hasta entonces del personaje, demostrando que para golpear a la realeza, la Revolución había tenido que atacar con saña a la reina, y en la reina a la mujer. Con ella no se ahorró ninguna calumnia para llevarla a la guillotina: todas las perversiones imaginables se atribuyeron a la “loba austriaca” en folletos, libros y en la causa oral que la condenó a muerte. El también austriaco Zweig, sin embargo, 140 años después, se tomaría su tiempo para estudiar la trayectoria de aquella mujer vilipendiada al extremo. Analizó su infancia malcriada, la mediocre inteligencia que transmitían sus cartas juveniles, su conducta progresivamente irreflexiva, su corazón atolondrado. Ella, reina de Francia, hija de la emperatriz María Teresa, no preguntaba el precio de las cosas porque todas le pertenecían, o eso creía. No sospechaba de nadie porque no estaba acostumbrada a los reveses. La vida fluía en Versalles, simplemente, y este era el orden natural para la joven que sentía el deseo a sus pies. Nada sabía del duro puño del mundo porque nada le preocupaba saber, más allá de la confortable apariencia de su entorno.
Poco sabríamos de María Antonieta de no ser por el destino que la aguardaba, una tragedia insuperable para un espíritu débil, apostillará Zweig. Él escudriña la última etapa de su corta vida. Apenas se había reparado en sus declaraciones, pero el escritor se admira de la dignidad que muestra ante sus feroces enemigos. Su desgracia la transformaría en un ser muy superior al que había sido hasta entonces, mostrando en el momento final una actitud majestuosa. Con su libro, Zweig salvó a María Antonieta también para los austriacos, incómodos ante el personaje (Napoleón se sorprendió de que al mencionar su nombre en la casa de Austria se cambiara de conversación).
Las biografías surgidas en la Transición sobre personajes tan maltratados por el franquismo como Manuel Azaña, Federica Montseny, Juan Negrín y tantos más permitieron reconstruir existencias de las que poco sabíamos, y lo poco estaba tenazmente distorsionado. Esa labor de rescate sigue manteniéndose de forma yo diría que ejemplar. Pienso, por poner un ejemplo, en la biografía que Miguel Ángel Villena escribió sobre Victoria Kent, poniéndonos sobre la pista de su apasionante historia personal en el exilio. Es decir, que el género puede operar positivamente, al alza, siendo entonces un instrumento de reparación, vaciando la leyenda del personaje de la hostilidad que pudo generar en vida y proponiendo un contorno más ajustado a los hechos.
Silvina Ocampo, más allá de Bioy
La lectura de La hermana menor, una biografía de Silvina Ocampo concebida con mano de hierro por Mariana Enríquez, publicada en 2014 en Chile por la Universidad Diego Portales y rescatada ahora por Anagrama, demuestra que no todo estaba escrito en el espacio literario Borges-Bioy-Ocampo- SUR. El acierto de profundizar en la esquina menos estudiada del cuadrilátero y hacerlo cuando todavía hay la oportunidad de hablar con personas que la conocieron y pueden dar claves de su peripecia vital. Autora de una obra inquietante, casada con Adolfo Bioy Casares, amiga de Borges, Mujica Lainez, Manuel Puig o Alejandra Pizarnik y hermana de la poderosa Victoria, nunca quiso competir con ninguno de ellos por el reconocimiento. Mariana Enríquez aspira a responder a la pregunta ¿cómo era Silvina Ocampo? con la que abre el libro. Pregunta nacida de una doble consideración: era una mujer de fortuna legendaria que, sin embargo, vivía de una forma atípica tanta riqueza, pues se sentía fascinada por la pobreza que no conocía. Y que de algún modo hizo suya. Apenas salía de su enorme apartamento de 900 metros cuadrados con visibles manchas de humedad en las paredes, ignoraba la vida social, los invitados a su mesa se iban con el estómago vacío y mantuvo con Bioy una relación de mutuo amor y dependencia que solo se fracturó al final de sus vidas. Pero La hermana menor ofrece mucho más.
La lectura de La hermana menor, una biografía de Silvina Ocampo concebida con mano de hierro por Mariana Enríquez, publicada en 2014 en Chile por la Universidad Diego Portales y reeditada ahora por Anagrama, demuestra que no todo estaba escrito en el espacio literario Borges-Bioy-Ocampo- SUR.
La historiadora Isabel Burdiel obró con esa voluntad de acercamiento en su biografía de Isabel II, la reina que ha representado en España el compendio de todos los vicios, públicos y privados. ¿Hasta qué punto fue responsable de ellos una mujer con un carácter mediocre, cuestionada desde su nacimiento y por tanto marcada por una genuina desorientación vital? ¿Quién puede salir adelante cuando es objeto de la rapiña de cuantos la rodean, empezando por la propia madre? Sí, puede salirse adelante, o no. La respuesta es obvia, pero lo importante es el proceso que nos conduce a ella. No se trata de eximir de responsabilidades a nadie, ni de justificar conductas esgrimiendo el tópico de una infancia desdichada. Se trata de matizarlas, de aproximarse a la verdad de lo sucedido profundizando en el contexto vital e histórico en que se vivió. En los parerga y paralipómena de los que habló Schopenhauer. ¿Hasta qué punto, por ejemplo, una sociedad como la española, enraizada entonces en una lucha cainita, podía exigirle a una mujer joven, confusa sobre sí misma e inexperta que fuera leal a unos valores políticos y morales que apenas se le inculcaron?
También el personaje odiado de Manuel Godoy, que para una mayoría de españoles no era más que un ser depravado, ambicioso y despreciable, “el más infame e idiota de los privados” y sobre cuyas espaldas recaerían todos los males de la patria, exigía una revisión. La llevó a cabo Emilio La Parra, ofreciendo una versión infinitamente más compleja (aunque lejos de la psicología) del gobernante. El propio Godoy había intentado defenderse de las calumnias con unas Memorias que nadie leyó de buena fe (excepto Larra). Su largo y terrible final, la lealtad mostrada a los reyes, no sirvió para arrojar un átomo de comprensión a su carácter. Esta era su principal queja, que ha tardado años en dejarse oír.
El rescate biográfico ha sido fundamental en el caso de las mujeres, mantenidas muy lejos del olimpo de la posteridad hasta que las reivindicaciones feministas sacudieron el canon imponiéndose nuevas perspectivas. Recuerdo la impresión que me causaron las biografías de Vivienne Eliot o de Constance Wilde, de las que nada sabía, con sus trágicas peripecias vitales, atadas a un destino literario que no les pertenecía (era el de sus maridos), destino que las expulsó en cuanto su papel de musas dejó de ser interesante. En otros casos ha servido para recuperar a mujeres cuyo mérito real se desconocía. Pienso en la biografía de Antonina Rodrigo sobre María Lejárraga, para siempre ya autora única de las obras firmadas por su marido, Gregorio Martínez Sierra. Nadie podía explicarse hasta la publicación del libro por qué aquel empresario teatral se mostraba tan empeñado, tan secretamente, en la causa feminista… También la biografía nos puede ayudar a comprender el sufrimiento que generaron situaciones que fueron tabúes en el pasado. Cuando José Antonio Ferris escribió su biografía de Carmen Conde puso negro sobre blanco un secreto a voces: el gran amor de la escritora no fue su marido, Antonio Oliver Belmás, sino Amanda Junquera Butler, a la que conoció a los 29 años y con la que convivió, mal que bien, hasta la muerte de su amiga, en 1986. Ella fue la verdadera luz del mundo para la poeta.
¿Es pues la biografía una escritura necesaria? Sin duda sirve para clarificar el pasado de los individuos, pero también de la sociedad en su conjunto, corrigiendo abusos y desviaciones y aportando una nueva neutralidad a la percepción que tenemos de la vida humana y de sus complejas transacciones. En este sentido, el género trabaja en un horizonte hermenéutico que es culturalmente imprescindible, pues al verse obligada a ofrecer el relato genealógico de una existencia debe movilizar múltiples fuentes informativas y documentales, aun cuando el elemento cronológico no pueda ocultar el absurdo y la incertidumbre de cualquier existencia. ¿Pero cuántas veces el relato autobiográfico concebido con la voluntad de que encaje en un determinado patrón de sentido no se ha visto impugnado saludablemente por una biografía posterior que ajusta aquel relato autocomplaciente a unas dimensiones más razonables y que han podido ser comprobadas? Eso ocurrió con Enrique Tierno Galván y el ejercicio biográfico llevado a cabo por César Alonso de los Ríos matizando el compromiso político con la izquierda de Tierno, que fue tardío, en contra de lo que él mismo sostuvo en Cabos sueltos. En este caso, la biografía operó a la baja.
Lecturas
La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo. Mariana Enríquez. Anagrama, 2018. 192 páginas. 17,90 euros
Erasmo, hombre de mundo: evasivo, suspicaz e impertinente. Carlos Clavería Laguarda. Cátedra, 2018. 376 páginas. 18 euros
Prender con keroseno el pasado. Una biografía de Carlos Edmundo de Ory. José Manuel García Gil. Fundación José Manuel Lara, 2018. 576 páginas. 19,90 euros
Mary Wollstonecraft. Mary Shelley. Charlotte Gordon. Traducción de Jofre Homedes. Circe, 2018. 598 páginas. 23 euros
Vida y tiempo de Manuel Azaña (1880-1940). Santos Juliá. Taurus, 2018 (reedición). 560 páginas. 23,90 euros
Joan Miró. El niño que hablaba con los árboles. Josep Massot. Galaxia, 2018. 832 páginas. 29,90 euros
El mismo intento de recalificación inspiró a Manuel Alberca en su minuciosa biografía de Valle-Inclán demostrando, entre otras mistificaciones, que sus convicciones carlistas eran profundas y detestaba el parlamentarismo. De modo que el escritor estaba muy lejos del pensamiento revolucionario que se ha querido leer siempre en Luces de bohemia. También Erasmo ha inspirado recientemente al librero Carlos Clavería una revisión a la baja, en su ensayo biográfico (de vulgar título) dedicado al que fuera un personaje central en la conformación de la Europa moderna. El libro plantea un problema que hubiera estremecido a Zweig, tan amante del contrapunto: el erudito más influyente de su tiempo dedicó toda su vida a construir una imagen de sí mismo que lo reflejara como un intelectual íntegro y una persona moralmente admirable. Sin embargo, era un ser abyecto. Clavería, para sostener esa enormidad se apoya en la lectura (sesgada pero bien documentada) de su epistolario, en el que abundan los improperios, las descalificaciones y la vanidad. Todo se aprovecha en su contra, tanto si le gusta el vino como si amaba la soledad por encima de todo.
En definitiva, en un clima democrático la biografía se ejerce en beneficio de todos, es una escuela de arbitraje y de ecuanimidad, una escuela de vida. Más allá del conocimiento fetichista de detalles concretos, nos sumerge en una historia que sugiere múltiples interpretaciones. Es pues el germen fecundo de una disidencia, alguien que perseveró en su ser y lo hizo en el seno de una sociedad. Una tensión permanente que dibuja nuestra propia historia.
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