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Mosaicos para escuchar

El Festival de Rávena homenajea al compositor ucraniano Valentin Silvéstrov

El compositor Valetin Silvéstrov toca el piano, tras la actuación del Coro de la Ópera de Kiev, anteayer en la Basílica de San Apolinar en Classe de Rávena.
El compositor Valetin Silvéstrov toca el piano, tras la actuación del Coro de la Ópera de Kiev, anteayer en la Basílica de San Apolinar en Classe de Rávena.SILVIA LELLI

La bella Rávena puede resultar desconcertante a primera vista. La austeridad exterior de sus principales monumentos contrasta con el esplendor de sus interiores; esa oposición entre la sobria desnudez del ladrillo monocromo y el colorismo descollante de sus mosaicos paleocristianos. Una contradicción similar revela la música del compositor ucraniano Valentin Silvéstrov (Kiev, 1937) tras una primera escucha. El recatado embalaje tonal de sus obras esconde un fluir melódico interior lleno de hipnóticos detalles dinámicos. Hablamos de uno de los principales compositores vivos, cuyo nombre suele relacionarse con Arvo Pärt, Giya Kantcheli o Pēteris Vasks. El Festival de Rávena acaba de dedicarle tres días de conciertos y charlas para profundizar en su obra. Un homenaje que se enmarca dentro de la presente edición del programa Caminos de la amistad , del festival italiano, que ha hermanado musicalmente las ciudades de Kiev y Rávena bajo la batuta de Riccardo Muti.

La música de Silvéstrov nos suena hoy con tonos inquietantemente familiares. Pero es el resultado de un sorprendente cambio estético. De una fase vanguardista, en la que Bruno Maderna llegó a estrenar su Sinfonía núm. 3 “Eschatophony” (1966), a un estilo elegíaco, denominado “kitch”, que se consolidó con su Kitsch-Music para piano (1977). Una particular modernidad a la inversa que emprendió súbitamente, tal como reconocía anteayer a EL PAÍS. “Me aislé como compositor y huí de la vida pública. Las interpretaciones de mis composiciones eran excepcionales y el contacto con Occidente era casi imposible”. Como otros compositores de la antigua URSS, Silvéstrov abrazó las tendencias de vanguardia durante el deshielo de Jrushchov, pero a finales de los sesenta esa libertad resultó ilusoria. Y se encerró a explorar otros modos de expresión. “Simplemente no quería seguir adelante por ese camino y seguí mi instinto”, recalca.

Su carrera hacia el pasado le llevó a escribir una de sus composiciones más famosas: la mahleriana Sinfonía núm. 5 (1980-82). Pero Silvéstrov niega cualquier influencia directa del compositor austríaco. “Aquellos que la relacionen con Mahler han escuchado muy superficialmente mi obra. La única relación reside en el aspecto simbólico y espiritual”, reconoce. Esta sinfonía también recuerda el ambiente claustrofóbico de la novela Solaris, de Stanisław Lem, o de la película 2001: Una odisea del espacio, de Stanley Kubrick. El compositor desvía la pregunta hacia el cine de Andréi Tarkovski: “En esa época no me interesaba mucho el cine, pero recuerdo que vi Stalker cuando ya había terminado la sinfonía y percibí que ambas compartían aspectos comunes, como esa atracción hacia algo placentero que es también peligroso ”, recalca.

Rávena tiene un sueño

"We have a Dream" es el motivo de la 29ª edición del Festival de Rávena. Se conmemora el cincuenta aniversario del asesinato de Martin Luther King en Memphis, pero también se homenajea la cultura norteamericana con espectáculos que abarcan desde la música de Leonard Bernstein, en su centenario, hasta el rock alternativo de David Byrne. Pero el principal sueño de Rávena esta edición ha sido su hermanamiento musical con Kiev, dentro del programa Caminos de la amistad, que ha incluido además música de Aaron Copland. En la ciudad romañola ya han actuado, entre otros, Valeri Guérguiev, Dennis Russell Davies, David Fray u Ottavio Dantone. Y el próximo 15 de julio, Riccardo Muti se pondrá al frente de la Orchestra e Coro del Maggio Musicale Fiorentino para dirigir Macbeth, de Verdi, en versión de concierto, como conmemoración del cincuenta aniversario de su debut en Florencia. Pero todo esto es una pequeña parte de un festival que, desde el 1 de junio y hasta el 22 de julio, incluye a diario espectáculos populares, como Jóvenes artistas por Dante, que se realiza junto a la tumba del gran poeta italiano, o las Vísperas en San Vitale, donde por un euro puedes disfrutar de un concierto mientras contemplas sus maravillosos mosaicos.

El octogenario compositor ucraniano insiste en definir su Quinta como una “post-sinfonía”, es decir, como un eco del pasado. Y con esa denominación “post” bautiza su último período creativo al que pertenecen la mozartiana Der Bote (“El mensajero”), para piano, y Hommage à Johann Sebastian Bach, para violín y piano, que tocaron el Duo Gazzana, el pasado 2 de julio, en la Sala del Refectorio del Museo Nacional de Rávena, con un escenario envuelto en frescos del siglo XIV, de Pietro da Rimini. En ambas obras, y especialmente en Der Bote, la música crea ambientes tridimensionales que arropan al oyente. Silvestrov habla incluso de “iglesias musicales” y reconoce que “su principal misión es ofrecer consuelo”. No es difícil relacionar esto último con el estonio Arvo Pärt y su Tabula rasa, un concierto para dos violines y piano preparado que se ha convertido en vehículo de consuelo para enfermos terminales. Lo recordaba, en 2002, Alex Ross en The New Yorker, dentro de una entrevista en la que Pärt reconocía en Silvestrov a “uno de los más grandes compositores de nuestro tiempo”.

Pero también es uno de los más particulares. Los asistentes a la charla-encuentro, el pasado 3 de julio, en la misma Sala del Refectorio del Museo Nacional, se sorprendieron al encontrarle sentado al piano. Silvéstrov enlazaba una bagatela con otra, una forma pianística que ha cultivado intensamente en los últimos años y que organiza en grandes ciclos como largas cadenas de impresiones musicales. Durante su charla con el estudioso de su obra, Constantin Sigov, el compositor ucraniano volvió a insistir en su negación del pasado. “En el arte no hay progreso a diferencia de la técnica. Y en eso se diferencia la técnica del arte... Ya no se puede avanzar hacia adelante en la historia de la música”, aseguró. Pero Silvéstrov sigue componiendo sinfonías y ya se acerca a la temida marca beethoveniana de la novena. “Tengo trece sinfonías, aunque tan sólo he numerado hasta la Octava. Es una forma de escapar a ese terror alemán. Tengo mi Novena sinfonía en una versión de prueba y espero poder superarlo como hizo Shostakóvich”, confiesa.

La principal cita del homenaje a Silvéstrov se reservó para el marco incomparable de la Basílica de San Apolinar en Classe, el pasado 4 de julio. Una velada que arrancó con una breve alocución del Ministro de Cultura ucraniano, y que contó, en primera fila, con Riccardo Muti junto a su esposa y presidenta del Festival de Rávena, Cristina Mazzavillani Muti. Actuaron miembros de la Orquesta y el Coro de la Ópera Nacional de Ucrania en un programa monográfico dedicado a obras para orquesta de cámara y coro de Silvéstrov, escritas entre 2005 y 2014. Primero sonó la Elegía y pastoral para orquesta de cámara con piano, bajo la dirección de Mykola Diatura. Una obra planteada como sucesión de dos bagatelas, tupidas y estáticas, que esconden propuestas para una fuga nunca materializada. Y concluyó con Cantos litúrgicos para coro a capela que dirigió Bogdan Plish. Aquí Silvéstrov reinventa varias piezas litúrgicas simplemente a partir de la sonoridad del texto y utiliza una compleja paleta dinámica.

Pero lo mejor llegó en la obra central del programa, la Cantata nº 4, para soprano, piano y cuerda, escrita para el 80 cumpleaños de Arvo Pärt, con la sugerente vocalidad de la joven soprano Kseniya Bakhritdinova-Kravchuk. Aparte de la exquisitez de sus planos sonoros, esta cantata combina textos en ruso y ucraniano, como muestra de convivencia pacífica de las dos lenguas en Ucrania. “Yo soy ucraniano pero hablo en ruso y la cultura rusa no es propiedad de la actual Federación Rusa de Putin. La literatura rusa tiene varios escritores importantes ucranianos como Gógol”, aseguraba a este periódico Silvéstrov, que participó activamente en el Euromaidán de Kiev donde escribió composiciones conmemorativas e incluso una nueva versión musical del himno ucraniano.

Al final, el compositor se mostró incómodo con las ovaciones del público y se sentó a tocar el piano. No le había gustado la interpretación del coro operístico de Kiev de sus Cantos litúrgicos. Y no dudó en mostrarles al piano, por medio de tres melancólicas bagatelas, los secretos de ese fluir hipnótico que esconde su música aparentemente tan sencilla. Ese pasado que es presente y a la vez futuro, como si los bellos mosaicos de San Apolinar en Classe pudieran traducirse en sonido.

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