No estamos aquí para hacer amigos
La biografía de Paul Nelson contiene extraordinarias lecciones sobre el periodismo cultural
Paul Nelson (1936-2006) podría ser el santo patrón del periodismo de rock. Fue uno de sus pioneros, como coeditor de The Little Sandy Review, un fanzine dedicado al folk que se transformó después del concierto eléctrico de Bob Dylan en Newport, en 1965.
Por cierto: tanto Nelson como Dylan procedían de Minnesota y se conocieron en Minneapolis. Es leyenda urbana, repetida en el documental No direction home, que Dylan le robó unos elepés raros de Woody Guthrie y Ramblin' Jack Elliott; escrupuloso, Paul siempre puntualizaba que, en realidad, los discos pertenecían al amigo con quien compartía casa.
Nelson es el protagonista de Everything is an afterthought (Fantagraphic Books), formidable tomo que combina su biografía con una antología de sus escritos, contextualizados y en su versión íntegra. Lo fascinante es cómo resolvió (o no) los dilemas esenciales de tan incierta profesión.
Así, colaboró con la industria discográfica: cinco años en Mercury Records, donde su máxima hazaña como cazatalentos fue conseguir fichar a los New York Dolls. También pasó por el departamento de prensa, obedeciendo la regla de oro de la promoción: "Si invitas a comer a un periodista, la factura corre a cargo de la compañía". Lo hacía por tener la oportunidad de conversar ya que no era precisamente un gourmet: en los mejores restaurantes, insistía en pedir hamburguesa y Coca Cola.
Luego, durante cinco años, fue responsable de la sección de discos en Rolling Stone. Y sufrió la evolución de la revista, que se centró en las celebrities y recortó la libertad de sus críticos. Muy digno, planteó un ultimátum al fundador, Jann Wenner, que le despidió ipso facto.
Nelson daba dolores de cabeza a cualquier redactor jefe. Para retratar a un personaje, podía seguirle durante semanas; para convertir sus notas y cintas en texto, se tiraba meses o incluso años. Si amaba los discos de un músico, terminaba intimando con él, ignorando la más elemental prudencia: un creador acepta los elogios pero se indigna con las muestras de reprobación.
Nelson daba dolores de cabeza a cualquier redactor jefe. Para convertir sus notas y cintas en texto, se tiraba meses o incluso años
Sus amistades con las estrellas terminaron mal. Había sido cómplice de Rod Stewart, al que proporcionó material para sus primeros discos; cuando el británico giró hacía la comercialidad y la caricatura, las críticas de Nelson fueron mal recibidas. La relación con Jackson Browne se rompió cuando vapuleó un disco de otro cantautor californiano, John David Souther. El intento de moderar el impulso kamikaze de Warren Zevon despertó el odio del artista. Su incapacidad para terminar un perfil de Clint Eastwood se saldó con una pequeña venganza del actor.
La trayectoria periodística de Paul descarriló en los años noventa. No pudo dar salida a su pasión por la novela negra y los guiones cinematográficos. Cada vez más bloqueado, abandonó la escritura y se convirtió en empleado de un videoclub. Nunca le abandonaron sus colegas, que incluso le gestionaron una pensión de la Seguridad Social. Pero vivía solo, realquilado clandestinamente en un apartamento de Manhattan y, ante la amenaza del desahucio, se abandonó. Cuando descubrieron su cadáver, llevaba varios días muerto. Aunque tenía dinero, simplemente dejó de comer.
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