José Tomás: entre Venus y Marte
Sublime actuación del maestro e imponente réplica de Perera en el delirio de Algeciras
Los transeúntes de la feria de Algeciras en el ajetreo de las casetas y de las atracciones debieron sentirse estupefactos cuando se abrió la puerta grande de la plaza de toros. Que está en la cima de la ciudad a semejanza de un fortín. Y que evacuaba de su interior, pasadas las diez de la noche, la extravagancia de dos toreros a hombros. Se reflejaban en sus vestidos de oro el neón del tren de la bruja y la escala cromática de la montaña rusa, una confusión sensorial y hasta psicodélica entre la que podría identificarse el olor a fritanga y reconocerse la euforia de Perera y la sonrisa melancólica de José Tomás.
La mixtificación festiva e iconográfica -la sirena de los coches de choque, la letanía de las tómbolas, el eco de la salve rociera- hizo pluriemplearse a la Policía Nacional, acaso aportando mesura y orden al delirio que compartieron los espectadores de la noche de gloria. Descendían por la escalinata con la urgencia de proclamar la verificación de un milagro. Y los había que se encaramaban como idólatras a la estatua del torero Miguelín, héroe local inmortalizado en bronce como paradigma de la quietud estatuaria de José Tomás, cuya sublime actuación en el reflejo de la luna llena le permitió transitar como un argonauta desde Venus hasta Marte.
Podría decirse que hizo el amor en su primera faena. Y que se fue a la guerra en la última. La coreografía y armonía de la actuación inaugural sobrentendía, en efecto, una dimensión del placer y de la estética a la que ofrecieron contraste el desgarro y el poder de su último trasteo. José Tomás se desdoblaba en torero seda y en torero de acero. Disfrutó como en un tentadero de su primer toro de Cuvillo y se arriesgó como un héroe espartano en la lidia del quinto.
La síntesis otorga a su actuación un curioso rasgo nuclear. Menos torea el maestro, más se concentra la identidad y la pureza de su tauromaquia. Si decidiera retirarse mañana, lo habría hecho después de haber dejado en Algeciras la herencia de la esencialidad. No como un testamento, sino como expresiones de un canon que lo preservan en la posteridad. Un valor sin teatro ni sobresalto. Una estética ascética e introspectiva. Un temple de plasticidad abrumadora. Y una mano izquierda de dominio y de tiranía que evocó en la plaza de Las Palomas la antigua dimensión de José Tomás en el vértice de todas las líneas rojas.
De la caricia al fogonazo, de Venus a Marte, JT justificó el precio de la reventa, el delirio de los tendidos, el esnobismo de sus neopartidarios y el desenfreno de los famosos que recalaron en Algeciras para reivindicar la tauromaquia en su plenitud. Allí estaban Miquel Barceló y el chef José Andrés, del mismo modo que se convocaron Agatha Ruiz de la Prada, Calamaro, Vicente Amigo, Jorge Sanz, Pepe de Lucía y la collera de Los Morancos.
No acudió finalmente al festejo al Rey Juan Carlos. Y decidieron abandonarlo a rachas los partidarios de José Tomás que solo admiten la existencia de José Tomás. Quiere decirse que los más radicales aprovecharon la actuación de Perera para replegarse cautelarmente en los bares y los vomitorios. Debió escarmentarlos el estruendo de los tendidos y la noticia del indulto de un nobilísimo ejemplar de Jandilla. No iba a aceptar Perera el papel de comparsa. Tanto fue consciente de la asimetría del cartel que interpeló la mejor versión de sí mismo. Poderoso y templado. Mandón y temerario, la faena el cuarto de la tarde excitó a los tendidos y “convirtió” a los “tomistas”. Un ejercicio de geometría y de valor en el que Perera se propuso desafiar las leyes de la tauromaquia y de la física. Y las leyes del espectáculo también, pues los gritos de “Torero, torero” resonaron en una atmósfera de histerismo y de pasión no subordinando el culto a José Tomás, pero sí compartiendo el altar como luego compartieron ambos la salida a hombros.
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